Historias de Drama Obras de Teatro

AMANCIO, EL FOTÓGRAFO CIEGO

Por Sol Arco Iris

I

UNA GITANA EN LA NIEBLA

Amancio se despertó como de costumbre, sin sobresaltos. Antes, veía la luz colarse por la ventana en pequeñas explosiones amarillas, ahora eso era un recuerdo. Como el recuerdo de las fotos que solía tomar.

Sentado en la cama se acomodó las gafas oscuras y con la mano derecha tanteó el bastón blanco. No lo usaba dentro de casa, pero igualmente lo transportaba de una habitación a la otra como un talismán.

Después de desayunar buscó el trípode y la cámara de fotos y guardó todo lentamente en el bolso negro. Tanteó su camino hasta la puerta de calle y la abrió. Respiró el aire de septiembre. Era un día de sol, podía sentirlo en la cara y las manos.

Sonrió pensando cuántas veces, cuántos días de septiembre iguales a éste  había fotografiado los cerezos en flor de Plaza Constitución. Era un ritual y él una especie de chamán: cada año, el periódico lo enviaba a fotografiar los famosos cerezos y él se lo tomaba como un privilegio. Nadie captaba la esencia de los cerezos como Amancio. Al día siguiente, la mejor foto aparecía en primera plana.

Amancio, el fotógrafo ciego, había perdido la vista en forma gradual, casi sin notarlo. Al principio las cosas y las personas comenzaron a perder color, como si alguien las hubiese rociado con un poco de lejía. Después se fueron desdibujando los contornos. Más tarde, todo a su alrededor se volvió de color gris blancuzco.

El mundo misterioso de la ceguera lo acogió sin bienvenida y lo dejó sentado en un banco invisible, en medio de una dimensión gris, desolada y sin retorno. Fue una época de tristeza devastadora. Salía a deambular con su bastón bordeando los contornos de las calles cogido de la mano de un profundo resentimiento.

Era un soldado solitario que luchaba en inferioridad de condiciones contra un enemigo astuto: sabía cómo confundirlos susurrándole frases atrevidas, o argumentos que lo desesperaban.

Un día las cosas empeoraron y Amancio dio el típico paso de la la negación de la evidencia. Estaba decidido a que todo fuese casi normal, que las sombras y los grises fuesen distinguibles y salió a dar un paseo como quien ha estado mucho tiempo sentado y se pone de pie con energía.

A cada paso respiraba con más dificultad, le sudaban las manos y los sonidos se mezclaban. Las radios de los coches, las palabras de la gente, lo pájaros, todo sonaba al mismo tiempo. Las sienes latían al ritmo de su miedo más profundo: se veía en ralentí mientras tropezaba y se caía aparatosamente.

El murmullo de la gente a su alrededor le hizo saber que el semáforo daba el paso. Inspiró profundamente y estiró la pierna derecha. Una ráfaga pasó por su mente: ¿Y si había un pozo? ¿Una piedra?¿Un abismo?

En efecto, había un desnivel que no pudo eludir y cayó de bruces. La gente corrió a ayudarle. Se incorporó atragantado de vergüenza, dio las gracias a la gente y pensó entre lágrimas que ya no podía salir de casa sin el “uniforme de ciego”: cayado blanco y gafas negras.

En esos tiempos la tristeza y la rabia lo escoltaban a todas partes. Tanta niebla gris, tanto bastón y gafas, tanta cólera muda no le cabía dentro.

En aquel entonces Amancio no lo sabía, pero buscaba algo.

Un domingo soleado y aburrido encontró una feria itinerante. Se mezcló sin pensarlo con el griterío de los niños, las voces de los feriantes, el aroma a comidas exóticas y las atracciones.

El lugar era perfecto, nadie se fijaba en él. Era uno más, un caminante anónimo con bastón. Los sonidos se hicieron  menos insistentes y el suelo bajo sus pies se sentía blando como barro o algo similar.

– ¿Te leo la buena fortuna, guapo? – El perfume de ella le distrajo. No supo que contestar.

Sin perder el tiempo, ella le cogió la mano y la sostuvo largo rato entre las suyas. Aun sin verle, Amancio supo que la chica le sonreía.

-No te preocupes por la vista, guapo –dijo ella – tú puedes ver con el Alma, pero claro, eso te suena cursi y no te lo crees.

Adrenalina en el corazón. Retiró la mano bruscamente, giró 180 grados y caminó dando pasos largos hacia el ruido de la feria. Al tiempo que se hundía en la multitud  el pánico fue cediendo y pensó que tal vez podía preguntar a la gitana por qué dijo lo que dijo. Frenó sus pensamientos en seco.

“Si hoy le creo a una gitana que me promete ver con el Alma” –pensó- “mañana puedo entregarme a cualquiera que me prometa el milagro de volver a ver”.

La fe era un lujo que no quería permitirse.

II

LA DESAZÓN DE LOS GERANIOS

Las semanas siguientes al encuentro de la gitana estuvo extrañamente plagada de fenómenos inusuales. Era evidente que veía menos, pero al mismo tiempo, era indiscutible que experimentaba una nueva relación con todo lo que le rodeaba.

Por ejemplo las plantas. Antes, tenía los mismos geranios que ahora, pero desde hacía un tiempo, entendía la desazón de las plantas cuando se olvidaba de regarlas. Era como una brisa suave que cruzaba el patio con algo de tristeza. Y él podía descifrar ese lenguaje.

Con los animales pasaba lo mismo.Siempre le habían gustado los gatos, sobre todo los que no tenían dueño, pero ahora podía leer los pensamientos de los gatos callejeros. “¡Puedo leer los pensamientos de los gatos!”- pensaba, dudando de su cordura mental.

Su nueva habilidad le permitía conocerlas  cavilaciones mudas de los enamorados,los caminos que recorre el olor de las panaderías o el tiempo que se toma la hierba para crecer después de una tormenta.

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No podía evitar recordar de tanto en tanto, las palabras de la gitana.

Mientras la nueva habilidad crecía dentro de Amancio, la progresiva pérdida de la visión ponía en peligro su continuidad como fotógrafo del diario. Amancio había elaborado una compleja estrategia para que nadie sospechara de sus limitaciones visuales.

No estaba muy seguro de poder conducirse por la vida viendo con el alma, así que trataba de disimular su ceguera por medios casi absurdos. Siempre había sido eficiente, por eso podía trabajar desde casa y coordinar el trabajo por teléfono. Tenía 1 empleado que se encargaban de leer y contestar emails, pero  lo más disparatado fue contratar a un asistente para mirar por  el ojo de su cámara. Amancio les hacia preguntas sobres las distancias, la luz, la profundidad de campo, y valoraba las respuesta para decidir la ubicación y las tomas. Pronto ni siquiera la información que recogía por boca de los ayudantes le servia para enfocar la lente.

Las fotos salían horribles.

En el diario las sospechas de su ceguera iban en aumento y llegaron a oídos del Jefe de Redacción. El Jefe de Redacción no se dejó captar por los rumores y quiso ver por sí mismo qué era lo que le pasaba a Amancio.

Cuando vio a Amancio sacando fotos con la ayuda de 2 asistentes se quedó tan atónito que volvió en silencio al diario y no comentó nada con nadie.

El día en que fue convocado al despacho del jefe, Amancio apareció con sus gafas de sol y los brazos hacia abajo, como un boxeador derrotado.

-“Entiéndeme, Amancio,” –dijo el jefe en tono de disculpa- “el concepto de fotógrafo ciego es inadmisible en un periódico. Si te interesa, tengo un puesto de redactor en la sección “Sociales”, que puedes dictar o escribir desde tu casa”.

-“No.Sociales no es lo mío. Deme una última oportunidad como fotógrafo, por favor”-suplicó Amancio.

El jefe se quedó en silencio unos segundos. Valoró los años transcurridos, la suerte injusta de Amancio, recordó momentos en los que festejaron juntos el fin de año o algún premio. Amancio podía escuchar las cavilaciones  del jefe como si las pronunciara en voz alta. El jefe no supo exactamente por qué, pero accedió.

-“Está bien, Amancio”– dijo el Jefe en un suspiro – “Ve a fotografiar los cerezos florecidos de la Plaza Constitución y a ver cómo lo haces”.

Amancio salió del despacho aturdido. No le importó desenfundar el bastón blanco delante de todos. A su paso aún pudo descifrar la compasión avergonzada de algún compañero.

III

EL ALMA DE LAS COSAS

Amancio estaba harto de todo: del miedo a la ceguera, de ser descubierto, de la lástima que podrían sentir por él, de sentirse vulnerable, víctima inoportuna de una vida incomprensible.“

-Se terminó” – pensó poniendo su pie inseguro en dirección a la Plaza Constitución.– “Hoy no le pediré a nadie que me ayude con las fotos”.

-“¡Hoy las fotos las hago yo, y que se venga el mundo abajo”! -gritó en voz alta.

Temblaba.

Sudaba.

En esa vorágine se abría paso una fuerza gentil e infinita que le conducía las manos para colocar el trípode, le indicaba hasta donde debía llegar la apertura del obturador, le acomodaba mejor el ángulo, modificaba la entrada de la luz, vigilaba que todo fuese perfecto.

Amancio aturdido y con miedo se dejaba guiar, blandamente, como un  nadador cansado necesita ser rescatado.

El sol caía cuando la sesión fotográfica terminó.

Al revelar los originales, Amancio supo que las imágenes mostraban algo más que cerezos en flor. Al pasar los dedos sobre las fotos, podía sentir el olor del misterio encerrado en cada cerezo, el sabor de las confidencias. En cada una de las fotos revoloteaban las palabras no dichas, podía sentir cómo aleteaban los buenos deseos de los niños, los sueños luminosos de las niñas, cada secreta esperanza de amor forjada bajo los cerezos.

Amancio no se dejó seducir por el privilegio de poseer esas dotes.

A las pocas semanas, improvisó una exposición en el periódico donde trabajaba y resultó que la gente se apiñaba para ver los retratos de Amancio.

Sus fotografías dejaban a la gente pensativa, como si de pronto hubiesen entendido algo muy importante.  Algunos, se traían un banquito y se sentaban con aire infantil, a esperar que los misterios se abrieran paso.

En el diario, ya nadie preguntó como era posible que un ciego se dedicara a captar imágenes con una cámara. 

El fotógrafo del bastón blanco inició un viaje sin final por las calles de la ciudad, recogiendo en cada rincón las verdades que ya estaban maduras.

Cada vez que Amancio paseaba por la Plaza Constitución, los cerezos le susurraban secretos alegres.

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Acerca del autor

Patricia Adriana Pari

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