Cuenta una leyenda corta que hace mucho tiempo, los dioses se compadecieron del pueblo tolteca, pues sus habitantes trabajaban muy duro y necesitaban que alguien les enseñara a labrar la tierra, y a descubrir las ciencias y las artes para salir adelante.
En el cielo habitaban tres dioses principales y buenos, que eran quienes regían sobre la creación. Eran Tláloc, el dios de las lluvias y dador de vida, su esposa Xochiquetzal, quien era la responsable de brindar felicidad y amor a los seres humanos, y por último Quetzalcóatl, dios del sol al que también llamaban la serpiente emplumada y que era quien más amaba a los hombres.
Los tres decidieron que fuera él quien bajara para instruirlos con todo cuanto necesitaban para convertirse en una gran civilización. Y así, envuelto en un rayo luminoso, Quetzalcóatl descendió impresionando a las personas con su larga barba luminosa y sus ojos como zafiros.
Él les mostró como podían hacer crecer frutos desde la tierra y aprovecharlos, a trabajar con los metales y el barro para crear todo tipo de artesanías maravillosas, a vestirse con plumas, tejidos y pieles de animales, y a leer las estrellas en el cielo, entre otras cosas.
Con el paso del tiempo, los toltecas se volvieron sumamente inteligentes y Quetzalcóatl quiso hacerles un regalo muy especial.
En los campos de Tula, había plantado un arbolito que Tláloc había regado con lluvias abundantes y Xochiquetzal decorado con flores rojas. De él surgieron unos frutos oscuros, con los que obtenían una bebida sagrada que solo los dioses podrían beber: el chocolate.
Quetzalcóatl robó las vainas a escondidas de las otras deidades y las entregó a los humanos para que los tostaran, los molieran y los batieran en jícaras, logrando beber también ellos aquel brebaje tan delicioso.
Cuando Tláloc y su esposa se enteraron de esto, montaron en cólera y prometieron venganza.
Hablaron entonces con Tezcatlipoca, el dios de las tinieblas y enemigo jurado de Quetzalcóatl. Él bajó a la tierra convertido en una araña a través de un finísimo hilo, luego se transformó en mercader y acudió a ver al dios del sol para ofrecerle una bebida que Xochiquetzal había descubierto al fermentar el jugo del maguey: el pulque.
Quetzalcóatl bebió pues de él y le gustó tanto, que esa misma noche se embriagó delante de los toltecas, perdiendo la razón y comportándose de manera vergonzosa. Dijo incoherencias, tuvo gestos absurdos y durmió con las mujeres del templo.
A la mañana siguiente se despertó con un horrible dolor de cabeza y un sabor amargo en los labios.
Al darse cuenta de lo que había hecho, Quetzalcóatl ya no se sintió capaz de seguir enseñando a los hombres a ser sabios y buenos. ¿Cómo iba a ser un ejemplo para ellos, después de la manera en la que se había deshonrado?
Se marcho entonces al mar de Nonoalco, dejando una última semilla de cacao detrás de sí para que las personas no dejaran de aprovecharla.
A día de hoy, el chocolate sigue siendo su mayor regalo.
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