Dice la leyenda que a principios del siglo XIX, en Villa de Ejido, Mérida, Venezuela, vivía un muchacho de nombre Lorenzo, quien pertenecía a una de las familias más acaudaladas de la región. Cuando su padre falleció, heredó tanto su inmensa fortuna como una hermosa hacienda. Pero más que las riquezas, lo que Lorenzo de verdad amaba se encontraba en una humilde casita de paja y tejas, que se levantaba a un lado del camino que conducía a la casa grande.
Ahí, vivía con su madre Marta, una joven muy bella a la que conocía desde que eran niños. Siempre que Lorenzo iba y venía del pueblo, ella lo esperaba en la puerta y cada vez que se reencontraban, tenían apasionados encuentros.
La familia del joven estaba al tanto de la relación y felizmente no se oponía. De hecho, estaban haciendo planes para cuando los novios se casaran. Desgraciadamente el destino se iba a interponer en medio de esa felicidad que proyectaban juntos.
Un buen día, Lorenzo tuvo que viajar hasta Mérida de nuevo e invitó a Marta a ir con él. Pero ella se negó.
—Ya sabes que mi mamá ha estado muy enferma y no puedo dejarla sola —le dijo ella.
—Entonces, ¿no podrás acompañarme? Si todos los años hemos ido juntos.
—No, no puedo. Pero por favor Lorenzo, no me dejes sola, no quiero ni imaginar lo loca que voy a volverme, imaginándome los pasos de tu caballo volviendo por el camino. El campo es tan triste cuando tú no estás cerca.
—Sabes que yo tampoco puedo quedarme, es necesario que vaya. Pero no te angusties que volveré muy pronto.
Abatido, Lorenzo se fue con su madre al pueblo, no sin antes besar a su amada. Así transcurrieron varios días, hasta que el 26 de marzo de 1812, un horrible terremoto sacudió las calles de Mérida, dejando un saldo de decenas de muertos e incontables destrozos. Tan pronto como se enteró de la noticia, Marta corrió a buscar a su amado.
Lo llamaba en medio de las calles, contemplando como la gente sacaba a sus seres queridos de entre los escombros, ya sin vida. Otros rezaban y alzaban los ojos al cielo, pidiendo misericordia a Dios.
La muchacha se soltó el pelo y perdió los zapatos, vagó por la ciudad hasta que se hizo de noche. Entonces, al llegar al Templo de San Francisco, se quedó sin aliento. La madre de Lorenzo se hallaba sentada sobre las ruinas, llorando. El pobre había muerto, sepultado bajo la iglesia.
Marta perdió la razón. Nunca lloró, ni gritó por su muerte. Paralizada por el dolor, se convirtió en una criatura vacía y errante. Después de la tragedia, todos los años, la gente la veía aparecer en Semana Santa. Siempre vagaba sin rumbo, seguida por varios niños. Iba de luto, desorientada, no respondía cuando le hablaban.
Eso pasó hace muchas décadas pero algunos aseguran que aun hoy, han llegado a encontrarse con una mujer de mirada extraviada en las calles de Mérida.
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