La casa de Silvia era un lugar muy acogedor, con un enorme jardín para jugar y habitaciones muy bien iluminadas. A ella le encantaba llevar a sus amigos al porche o al patio trasero, donde tenían aventuras sin fin. El único lugar que a ella le inquietaba, era la última recámara del segundo piso al fondo, un sitio al cual nunca se acercaba.
Había algo extraño en ese cuarto, que no parecía tan bien iluminado como los demás.
Sus padres lo usaban como un pequeño estudio, con estanterías llenas de libros y un escritorio para poner la computadora, pero Silvia nunca se ponía a estudiar ahí. Prefería hacerlo en su habitación, con la laptop personal que su padre le había comprado.
Y es que, el único lugar para sentarse dentro del estudio, era esa maldita mecedora. La mecedora que por las noches crujía una y otra vez, como si alguien estuviera sentado en ella, balanceándose rítmicamente y haciéndole pasar noches en vela, sin atreverse a echar un vistazo.
Durante el día también se movía pero solo unas cuantas veces. Sus padres no parecían darle la menor importancia.
—Debe ser el viento —decían, cada vez que Silvia sacaba el tema.
Pero hasta una niña como Silvia sabía que el viento no podía hacer que la mecedora se moviese de esa manera tan calculada.
Llegó la Navidad y Silvia ayudó a su mamá a decorar la casa. Pusieron guirnaldas en las escaleras y llenaron de esferas el árbol. Por la noche, contenta con los preparativos, la niña se fue a dormir a su habitación pasando por el estudio. Entonces percibió por el rabillo del ojo una sombra que le heló la sangre.
Silvia se quedó paralizada y no se atrevió a mirar por completo. Sentía que lo que estuviera sentado en la mecedora la estaba mirando. Entonces, lo escuchó. Una voz quebrada y débil que mencionaba su nombre.
—Sil… viaaaa… Siiil… vi… aaaaa
La niña corrió a su habitación y se ocultó bajo las sábanas, con el corazón en un puño. A la mañana siguiente, decidió contarle lo sucedido a sus padres, convencida de que algo sucedía en esa habitación.
Esta vez no hubo bromas acerca del viento o que hicieran referencia a su gran imaginación. Ambos se miraron el uno al otro con inquietud y entonces ella tuvo la certeza de que estaba por enterarse de algo inquietante. Y no estaba segura de querer saber.
—Bueno, algún tendría que enterarse —dijo papá—, ya es lo suficientemente mayor para entender.
—Pero vaya una noticia para Navidad —dijo mamá lamentándose.
—Verás Silvia, tú no conociste a tu abuelo, el padre de tu mamá. Hace muchos años vivía aquí con nosotros. Pero estaba muy enfermo. Su habitación era el estudio a donde no te gusta entrar.
—Lamentablemente falleció allí mismo —mamá suspiró—, nunca quisimos decirte para no asustarte, ¿entiendes?
—Pero ahora eres lo suficientemente madura para entender, ¿verdad?
Silvia tragó saliva pesadamente.
—¿Entonces el estudio era el cuarto del abuelo?
—Claro. Su sitio favorito era la mecedora.
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