Una noche fría del 24 de diciembre, María y José iban de camino hacia la ciudad de Belén. El emperador César Augusto había ordenado que todos los habitantes de la región tenían que registrarse y aunque María estaba a punto de dar a luz a su hijo, no les quedó más remedio que montar en su burrito y emprender el viaje.
Meses antes, ella había recibido la visita del Arcángel Gabriel para comunicarle una gran noticia.
—Dios te ha escogido para que seas la madre del Mesías —le dijo él—, este niño dará su vida para salvar a la humanidad. Y su nombre será Jesús.
María estaba muy contenta por haber sido elegida, aunque también le preocupaba no poder encontrar un lugar para dormir en Belén. Todas las posadas estaban llenas y por más que José preguntó en las calles, nadie tenía espacio para ellos. Finalmente llegaron hasta la vivienda de un posadero. Era bastante tarde y el señor los atención malhumorado.
—Aquí no nos quedan habitaciones —les dijo—, regresen por donde vinieron y dejen de molestar.
—Por favor, buen hombre —le imploró José—, mi esposa está embarazada y no puede seguir andando. Solo le pedimos un sitio donde dormir. Lo que sea estará bien.
El posadero, al ver el estado en el que venía María, se conmovió.
—El único sitio en el que pueden quedarse es en el establo que tengo atrás —les dijo.
Cualquiera se habría quejado de semejante lugar, pero María y José se mostraron muy agradecidos. El pesebre estaba lleno de animales, había vacas, puercos, ovejas y hasta un buey. José juntó algo de paja e hizo una cama para María, quién presentía que esa misma noche iba a nacer Jesús. No se equivocó.
En el momento en el que el bebé nacía, una hermosa estrella resplandecía en el cielo, anunciando su llegada al mundo. Desde la corte celestial, Gabriel volvió a bajar a la Tierra y se quedó en el pesebre para velar por él.
Era el niñito más hermoso del mundo, tenía una mirada pacífica y una sonrisa que todo lo iluminaba.
—Ha nacido el Mesís, Príncipe de la Tierra —dijo el Arcángel Gabriel—. Alabado sea Dios en el cielo por su amor a los hombres.
Sus padres le hicieron una cuna humilde entre la paja del pesebre y en ese momento, llegaron varios pastores con toda clase de regalos para él.
—Vimos la estrella que apareció en el cielo —les contó uno de ellos— y supimos que hoy, había nacido el Hijo de Dios.
Y aunque esas personas no tenían mucho, estuvieron gustosas de ofrecer comida, mantas y ropa para que el el Niño Jesús no pasara frío. Desde entonces, cada 24 de diciembre recordamos en el mundo su nacimiento y damos gracias por las cosas buenas que nos han ocurrido durante el año. Especialmente porque, habiendo naciendo en un lugar tan pobre, Jesús creció para ser amable y generoso con los demás.
Esta Navidad, tú también celébralo ayudando a quienes están cerca de ti.
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