Cuentos Largos de Miedo

La Oscura Noche del Hombre Gato

En cada aniversario de su nacimiento, algunas personas tendían a acompañar el correspondiente saludo con una trillada frase: «Un año más de vida». Pero Alicia se detiene en la contradicción de aquella afirmación, que ni bien se la dicen se activa el motor de su incansable reflexión existencial: no es un año más de vida, es un año más cerca de mi propia muerte.

Rara era una palabra que ayudaría a una persona de pocas luces a describir el comportamiento y la conducta de Alicia. «Es rara», y con eso se desprende de todo tipo de comprensión más abarcativa de la personalidad de la joven. Se desliga de una responsabilidad mayor, de conocerla profundamente, y se aferra al prejuicio.

No era una personalidad que incomodaba, en absoluto. Era respetuosa, cordial, y tenía un sincero amor por los suyos, que son unos pocos. En especial por Francisco, su padre. Respetuosa, cordial, pero también distante. Como si las personas que no le interesan no llegaran a conocerla nunca, y una conversación con Alicia, perteneciendo al grupo de personas que a ella no le mueven un pelo, puede tornarse en una situación plagada de silencios incómodos que sólo se cortaban con banales conversaciones que no conducían a nada. Esta actitud cambiaba rotundamente cuando entablaba conversaciones con su papá. Se abría y exponía sus penas, contradicciones, dolores y alegrías sin pudor alguno. ¿Y el papá? Todo lo contrario.

Francisco vivía por su hija, pero siempre mantenía un férreo e insistente hermetismo con respecto a temas ásperos como la muerte de su esposa, madre de Alicia. Hacía malabares para eludir ciertas preguntas o darle ensayadas respuestas que satisfagan a la insistente joven. Pero siempre le quedaba algo por preguntar, y muchas veces se guardaba la incógnita.

El cumpleaños número veinte llegó para Alicia, y con él, una tranquila celebración en su hogar en la que participaba su padre y la dueña del local de mascotas en el que trabajaba.

De un tiempo perdido a esta parte esta noche ha venido
un recuerdo encontrado para quedarse conmigo
De un tiempo lejano a esta parte ha venido esta noche
otro recuerdo prohibido, olvidado en el olvido

— ¡Estás hermosa! —le dijo Romina, apenas entró por la puerta. Alicia tomaba el sincero elogio sabiendo que quien lo decía era su mejor amiga. No era lo que la generalidad de la sociedad llama «hermosa», no respondía al estándar preestablecido de joven bella, pechos turgentes y caderas sinuosas. Pero había algo en su ligeramente desgarbado caminar, en sus largas piernas delgadas cuyos pasos los daba con un aire despreocupado y su larga cabellera negra a ambos lados de su rostro longilíneo, que llamaba la atención de algunos. — Feliz cumpleaños — extendió la mano y le entregó un pasaje a Córdoba.

— ¡Gracias! — Se abrazaron.

— El hotel es un sueño, ya hice la reserva. Así que, ya sabés, llevemos protector…y protección. — Un pícaro guiño de Romina hizo reír a Alicia.

Francisco se acercó al dúo con los oídos amortiguados por la música de fondo, y una mueca bromista. — Manténganse bien alejadas del Fernet.

— No le prometo nada —contestó Romina.

De un tiempo lejano a esta parte ha venido perdido
sin tocarme la puerta, recuerdo entrometido

Entre cerveza y papas Frenchitas, Alicia escuchó la pregunta que su amiga le hizo entre susurros. «¿Cómo estás? ¿Este año te pasó lo mismo que el anterior, cuando te llenaste de preguntas?»

— No tanto, mi papá me contestó todo lo que necesitaba saber…o lo que quería saber. Creo que les pasa a muchos adolescentes o jóvenes eso de sentirse sapos de otro pozo, como si no pertenecieras a ningún lugar, ni siquiera a tu propia familia. A vos te pasó también, Romi. Me acuerdo cuando hace unos años pegaste un portazo y te fuiste de tu casa, hasta que te encontraron.

Romina asintió con la cabeza. —Sí, sí, es verdad. Pero lo que tu papá nunca te explica con claridad es la razón por la cual se apartaron de la familia de tu mamá cuando ella falleció. ¿Tan zorra será tu tía?

Alicia alzó los hombros. — Ni idea. Según mi papá, se distanciaron por peleas que tuvieron que ver con plata…mi tía quería quedarse con una propiedad que no le pertenecía, algo así. Cuando le menciono a mi tía Amanda, se pone blanco.

La cerveza en abundancia, los snacks y la cargada torta de cumpleaños provocaron en Alicia un malestar y una somnolencia que le permitió dormir más de la cuenta. Eran las once de la mañana cuando el timbre la despertó. Agradeció que su padre estaba de vacaciones para que sea el responsable de atender el llamado, así ella podía seguir enredándose un rato más en la sábana. No se movería de su casa aquel día, ignorando la obligación que le correspondía: la de ir a trabajar al local de mascotas. No pasa nada, ella hablaría con la dueña y la dueña la perdonaría, como ocurre siempre.

— Ahí te abro, Julito —dijo su papá, atendiendo a su amigo de la infancia. Ingresó preguntando por la «cumpleañera» y disculpándose por no haber podido venir la noche anterior. La excusa que nadie pidió era que su madre había sufrido un pico de presión, por lo que viajó desde su hogar en San Telmo, hasta la vivienda de su familia, «que queda en Flores», aclaraba siempre que Alicia se encontraba cerca.

—Fui a hacer unos trámites, estuve toda la mañana afuera. Ali no está, ella trabaja desde temprano en el local.

Reconoció la voz del padre. Ni siquiera se fijó si su habitación estaba vacía, pero asumió que Alicia no se encontraba. Con un bostezo, se sentó en la cama dispuesta a recibir el saludo de Julio, y quizás, algún regalo. Pero se detuvo repentinamente.

—Fue por eso que me enteré de lo que pasó en el barrio: Amanda acaba de fallecer.

El silencio de Francisco se acompañó de un suspiro. Julio continuó.

— Dicen que fue algo súbito. Los viejos que la siguen estaban armando un velorio. Te deja un poco más tranquilo saber que esa enferma está muerta, ¿no?

Francisco tomó aire y no respondió. Alicia estaba con la oreja pegada en la pared, pero a pesar del esfuerzo por agudizar su sentido del oído, algunas frases se le escapaban. En un momento escuchó un nombre, algo así como «Lina» o «Melina». ¿De qué o de quién hablaba?

— Como quien no quiere la cosa, me metí en su departamento y rescaté algunas cosas que te pertenecen.

Francisco murmuró entre dientes. — ¿Estás loco?

— Agarrá este sobre, me dijeron que son fotos de Gloria. Casi que no tenés retratos de ella. Fue tu mujer, la madre de Ali. No podés esconder lo que pasó.

Francisco volvió a hablar con los dientes apretados. — No es por mí que la oculto, sino por Alicia. Mientras más vea, más revolverá en los recuerdos, y todo se va a ir al carajo.

Julio negó con la cabeza y le entregó un sobre cerrado. —Hacé lo que quieras con ellas, pero te pertenecen. Con esto quiero ayudarte a que te amigues con lo que pasó. La verdad siempre sale del lugar menos pensado.

— Acordate, Julio, nunca, nunca le digas a los allegados de Amanda en dónde estamos.

Julio posó una mano sobre el hombro de Francisco. — Quedate tranquilo, hace veinte años que guardo ese secreto.

La cabeza de Alicia hervía mientras los amigos tomaron unos mates y se despidieron. Se escondió debajo de la cama cuando su padre pasó por el corredor para guardar las fotos en la habitación de él.

«Mi tía Amanda murió», «fotos de mamá», «¿Esconder lo que pasó?» «Mi papá lo oculta por mí…¿qué es lo que oculta?» Sus pensamientos rondaban por su cabeza mientras miraba fijamente las maderas de la cama. Escuchaba los nerviosos pasos de su padre hasta que, por fin, salió de casa. Advirtió que estuvo tres horas bajo la cama repasando la incomprensible conversación y la noticia reveladora que trajo Julio.

Sus pies descalzos avanzaron pesadamente, el corazón golpeaba en su pecho de emoción, pero también con un poco de miedo, sugestionada por la críptica charla de su padre y el amigo. Revolvió ansiosa, y bajo uno de los cajones del ropero, se hallaba el sobre. Se sentó en la cama del padre y lo abrió con manos temblorosas. La primera foto mostraba a su madre, sola, sonriente y con esa cálida mirada que la identificaba. Estudió cada detalle, cada rasgo y hasta el fondo, en el que apenas se veía un pastizal. Continuó revisando y ahora su madre se encontraba junto a Amanda, la hermana. La reconoció porque la había visto en una de las pocas fotos del casamiento que su papá conservaba. Estaban posando en un balcón de color blanco, a su lado, una puerta verde con algunas plantas en la ventana. En otra se las veía en el exterior de ese edificio.

Las siguientes imágenes eran las más curiosas. No estaban ellas dos, sino que las acompañaban personas mayores, con extraños atuendos, túnicas que parecían rimbombantes disfraces, y hasta la presencia de antifaces y pasamontañas. La ropa de la tía Amanda y de su mamá destacaban por sobre las demás, eran túnicas de un rojo intenso, y estaban rodeadas por estas personas mayores, que bailaban a su alrededor. Siempre sonrientes, siempre alegres. Detrás de ellos se alzaba, como una pequeña torre, un edificio color crema de tres pisos.

Una de las fotos la vio de reojo y la apartó con disgusto, donde se veía a las mujeres mayores con sus colgantes y largos pechos desnudos.

—Esto es muy raro —dijo la rara, viendo que las respuestas y las certezas que había encontrado en las palabras de su padre se desvanecían y se debilitaban.

Francisco regresó a su casa, recibido por una docena de fotos desparramadas por el suelo, y una impetuosa mirada de su hija. Bajó la cabeza y recorrió las imágenes, mientras Alicia preguntaba: «¿Quiénes son esas personas?» «¿Qué hace mamá ahí?» «¿Qué es lo que me ocultás?»

— Hija…

— ¡Quiero respuestas, no evasivas!

— ¡Nunca evadí nada! Todo te lo respondí. Quién era tu madre, su inmensamente triste muerte durante el parto, cómo nos conocimos, qué clase de mujer era tu recientemente fallecida tía Amanda…y qué clase de mujer era tu mamá. Ella era la mejor de todas.

—¿Qué es lo que estás ocultando para protegerme? Porque no lo estás consiguiendo, estoy sintiendo una incógnita que me está ahogando, así que quiero que me cuentes todo. ¿Por qué nos escondemos de la hermana de mamá?

Francisco dio unos pasos nerviosos hacia ella, con una duda pegada a su rostro. — Escuchaste a Julio, estabas oyendo la conversación —de sus labios escapó una incómoda tos seca. — Es un hombre exagerado. Pero nuestra separación de esa parte de la familia tiene que ver con lo que te dije cada vez que me preguntás por tu tía. Son cerrados, pegados a sus propios dogmas irrenunciables. Tu mamá también era así. Ella soñaba con el retrato de una familia perfectamente constituida, con esposo e hijos, y lo consiguió. Vos sos lo que ella más quiso en su vida. Yo no creo en religiones, apenas creo en Dios, pero tenía la certeza de que tu mamá era el amor de mi vida. Creía en ella, y me aparté de mi juvenil pasado sin compromisos para casarme con ella y tenerte.

Alicia se agachó, revoleando su extensa cabellera, para tomar una de las fotos desparramadas sobre el suelo de la casa. —¿Esto es una misa? —le preguntó irónicamente, señalando con su largo dedo índice la imagen de su madre y tía junto a mujeres con el pecho desnudo. — No sabía que los ultra católicos se desnudaban, o vestían con mantos rojos.

Francisco descargó toda su energía en aquel discurso que le dio, centrado en el profundo amor hacia la madre de Alicia, quizás para ablandarla y penetrar la fibra emotiva de la joven. Apelaba a la emoción, pero las respuestas que ella buscaba se escurrían. Alicia cerró los ojos por un instante, y luego volvió a mirarlo, cortando el silencio impotente de su padre.

— Sólo quiero que me contestes una cosa, y prometeme que vas a hacerlo con total sinceridad. ¿Dónde fueron tomadas estas fotos? ¿Dónde vivían ustedes antes de que yo naciera?

Francisco abrió sus brazos y contestó haciendo un gesto negativo con la cabeza. — Ya lo sabés, Ali. Vivíamos en Flores, te lo dije miles de veces. Y esas fotos fueron tomadas en ese barrio.

Resignada, Alicia arrojó la foto al piso. — No es Flores. Me estás mintiendo ahora, al igual que cuando te lo pregunté el año pasado. Decime la dirección en la que vivía la tía Amanda.

— Bacacay…no me acuerdo la altura.

Alicia lo conocía muy bien. Contestaba negando con la cabeza cuando mentía, y se cruzaba de brazos ante una conversación que lo incomodaba con creces, justo como hacía ahora.

— Tu amigo te dijo algo, y tiene mucha razón: la verdad siempre sale por algún lado.

Alicia era una ávida lectora. A los siete años ya había devorado El Aleph, revelándose en su vida la prosa de Borges, y continuando con sus ensayos y poesías. Poe, Horacio Quiroga, Wilde, James Joyce. Ninguno escapó de su voraz hábito de leer durante eternas madrugadas. Así que las visitas a la biblioteca de su barrio eran habituales. Llegó con algunas de las fotos de su mamá en la mano y, con pocas palabras, le preguntó a la mujer si era posible saber dónde fueron tomadas. No sólo era una señora culta, sino que conoció cada rincón de Buenos Aires para escribir una novela que narraba las aventuras de un viajero errante. Se dirigió a la parte de atrás de la biblioteca y regresó con la respuesta.

— Accedí a los archivos que pudieran corresponderse con el fondo de estas imágenes. Por el diseño de los monoblocks y los parques, se me ocurren algunas zonas del Conurbano Bonaerense. Ciudad Evita tiene construcciones similares, también Villa Celina, en La Matanza…

Como si hubiese escuchado ese nombre en algún momento de su vida, Alicia repitió: «¿Villa Celina?» En su voz, el nombre le sonó aún más familiar.

Con un paso ligero y recto regresó con la vehemencia de un torbellino a su vivienda y revisó la Guía T. «Está bien, supongamos que llego a Villa Celina, ¿y entonces qué?» Reflexionó. Pero no iba a desistir por tan poca cosa. Era capaz de preguntar en cada casa de La Matanza por su tía Amanda, por su madre y responder las preguntas que en su padre no logró encontrar.

El colectivo de la línea 36 la llevaría a destino luego de un extenuante y caluroso viaje. Las gotas de sudor agrupándose en la frente le advirtieron que no fue buena idea llevarse la inseparable campera de cuero que ,si bien era liviana, su cálido abrigo resultaba bastante molesto y opresivo frente a esa espléndida tarde soleada. «Cuando oscurezca, refrescará», intentó convencerse, desechando la posibilidad de andar con la campera enroscada al brazo y con sus mangas flameando. Hubiera deseado salir más temprano de su casa y llegar a ese desconocido barrio acompañada por la luz del sol, pero tuvo que esperar una de las salidas de su padre para finalmente encontrarse sola y poder escabullirse sin ser vista, escapando de preguntas y cuestionamientos que la conducirían a obrar como Francisco había hecho con ella: respondiendo con elaboradas y enroscadas mentiras.

Hay algunos que despiertan
a sus recuerdos dormidos.
Hay algunos amigos que me esperan por perdido.

En el fondo estamos solos
en un desierto de gente,
pero hay que ser muy valiente, apretar los dientes a la soledad.

El oído de Alicia recibía esta estrofa gracias al discman que llevó para musicalizar y amenizar el soporífero viaje. Su mente vagaba alrededor de un tema recurrente: la búsqueda de respuestas que armonicen su ser. Y este propósito ocultaba una necesidad subrepticia y muy importante: redimir a su padre. Hallar una razón escandalosamente vital, que haya forzado a aquel hombre de aspecto afectuoso y desasosegado padre sobreprotector, a guardar secretos que se fueron acumulando en la vida de Alicia. Desde el barrio en que se conocieron, hasta la extraña relación de la tía Amanda con su mamá.

Se acercó velozmente al chofer cuando distinguió la General Paz. —¿Estamos en Villa Celina?

El conductor del colectivo giró brevemente la cabeza para responder afirmativamente. Bajó por la puerta delantera guardando el discman dentro de su riñonera. Alzó la vista con una inconfundible expresión. «¿Qué mierda estoy haciendo acá?»

Los gastados zapatos en punta pisaron dubitativos el cemento de una calle llamada Roosevelt. Alicia se encontraba entre General Paz y Ricchieri, exactamente en aquel barrio cuya existencia le fue ocultada. Observó sin saber por dónde empezar. A su izquierda, un enorme terreno se alzaba, propiedad de un club de barrio. A su derecha, enormes edificaciones recortaban el cielo que ya se presentaba grisáceo y con el sol, que supo ser resplandeciente, despidiéndose lentamente. Se paró frente a una parroquia cuando las susurrantes voces de la vereda de enfrente se transformaron en fuertes vozarrones y ataques de risas, tan repentinos y exacerbados que parecían forzosos. Cruzó la calle para ubicarse en la esquina en donde se encontraba una humilde y penumbrosa pizzería. Tenía dos mesas blancas afuera, y sentados allí, un grupo de hombres de unos cincuenta años, con más alcohol que sangre en sus cuerpos. Se paró frente a ellos con desgano, y extendió una foto de su mamá, aquella que se la ve junto a la tía Amanda delante de un edificio de tres pisos.

— ¿Las conocen? —preguntó, sin preámbulo alguno, al grupo que se encontraba en una de las mesas. Un tipo de incipiente calvicie y escaso cabello gris acercó los ojos a la foto, y negó con la cabeza. — No las tengo de ningún lado, che. Pero, ¿quiénes son?

El más joven de ellos, que exhibía descoloridos tatuajes en los brazos, se sentaba en la mesa apartada del grupo receptor de la fotografía, y estiraba el cuello para enterarse de lo que hablaban. Alicia respondió.

— Mi tía y mi mamá.

Y el de los tatuajes descoloridos habló. — Che, lunga, ¿están buenas tu tía y tu vieja?

Alicia lo miró de reojo por un instante, sólo para ver a quién iría dirigida su afilada respuesta. — Las dos están muertas, cabeza de cloaca.

— ¡Uh, te la mandó a guardar! —dijo el de la incipiente calvicie, con expresión de asombro. — No las tengo, piba, nunca vi a ninguna de las dos. A ver, preguntale a Rodo —irguió la cabeza buscando al dueño, y finalmente fue él quien tomó la iniciativa. — ¡Rodo!

Se acercó un corpulento de barriga prominente, y cara de cansado. Miró la foto con indiferencia, y se encogió de hombros. Alicia señaló el fondo de la imagen.

— ¿En qué zona del barrio está este edificio?

El grandote volvió a mirar. — Por lo que se ve, son los monoblocks de allá —realizó un gesto con la mano apuntando a la derecha de Alicia. — Tenés que seguir derecho por la paralela a esta, Rava, hasta que la corta Olavarría. Después caminá por Ugarte un par de cuadras, y ahí están esos edificios. Pero no sé cuál es, no se ve el número, vas a terminar perdiéndote. ¿Buscás a un familiar, o algo así?

Alicia no le respondió, pero el pelado, con el que habló anteriormente, se encargó de exponer un tema que había rellenado páginas de diarios. Que se había colado en los hogares como una inabarcable y enigmática amenaza. — ¿Andás sola? Mirá que dicen que hay un Hombre Gato que ataca a las mujeres y a los nenes, tené cuidado.

— ¿Es alguna leyenda urbana del barrio? —preguntó Alicia, sin conmoverse en absoluto. Otro intervino y agregó más datos sueltos.

— Se habló de él hace unos años atrás. Andaba por Bernal, Tristán Suarez, acá y ahora comentan que volvió. Para mí es puro cuento, como «el ahorcado del tanque de agua».

El hombre de calvicie incipiente lo miró con rudeza. — Pero lo del ahorcado del tanque también era verdad. Y no fue un ahorcado, fue una ahorcada. Así dicen los que vieron su cuerpo colgando —la miró a Alicia nuevamente. — Por las dudas, no pasees sola durante mucho tiempo por acá. Dicen que ataca de noche.

Secamente dio las gracias y se guardó la foto en la riñonera. Una brisa revolvió sus larguísimos mechones y se ensortijaron en el aire, y ahora agradeció la presencia de su inseparable campera de cuero. Aunque el calor persistía, los vientos inusitados y los súbitos descensos de temperatura, por más leves, le provocaba una molesta tiritera.

Soldado Juan Rava era la calle que le indicaron. Comenzó a vagar por una angosta vereda adornada por postes de luz y flacos árboles, moteada por casas bajas. De a ratos, se ponía de lado para permitirle el paso a numerosas familias, parejas o grupos de amigos, la mayoría bolivianos. En una esquina, se situaba un kiosko de diarios, y hubo algo que llamó su atención, lo suficiente como para detener su decidida caminata. En la primera plana de un Diario Popular, en el extremo superior derecho y en un recuadro, se leía una pequeña pero llamativa noticia: «Ataca el Hombre Gato».

«Villa Celina conmocionada por la aparición de un hombre, ágil como un felino, que cubre su rostro con una máscara negra y que perpetra sus ataques lanzándose de los árboles, procediendo a violar a sus víctimas de sexo femenino.»

Alicia murmuró «Hombre Gato», y llamó la atención del diariero.

— Es un sátiro. Recién me contaron que agarró a una chica en el pastizal de la escuela 139, parece que le arañó todo el cuerpo, la violó…qué locura. La gente está cada vez más…

Alicia siguió su camino sin comprar el diario, y apenas meneó la cabeza tras escuchar las sentidas opiniones del vendedor. Estaba más ansiosa por encontrar los edificios en donde su mamá se tomó las fotos, que sumirse en hipótesis sobre un sátiro al que llaman Hombre Gato, que pareciera más la paranoia de un barrio para entretenerse un rato. No concebía la idea de un tipo saltando de los árboles con una máscara negra, aunque no era estúpida. Un vecino le habló sobre la presencia del Hombre Gato, y ahora acaba de ver la noticia en el diario, cual señal de advertencia. Andaría con cuidado, pero sin miedo.

Una extraña y desagradable sensación de hormigueo corrió por su cuerpo cuando se topó con la imponente presencia de una estructura alta y tubular. ¡Ese era el tanque de agua! El que le mencionaron en la pizzería, el mismo en el que un hombre (¿o era una mujer?) decidió ahorcarse, vaya uno a saber por qué. Corrió la vista de aquella enorme y antigua construcción, con el estómago revuelto. «¿Qué me pasa? ¿Acaso los dichos del viejo ese sobre el tanque de agua me sugestionaron?», se preguntó incrédula. No era una chica influenciable, y no le estaba dando mayor importancia a la historia del ahorcado o ahorcada. Esos pensamientos se cortaron repentinamente cuando sintió un impacto en su hombro. Giró la cabeza y eran dos chicos jugando a la pelota en la calle. — Nene, más cuidado con esa pelota.

El de cabello peinado con raya al medio se apresuró a disculparse. — Perdón —se acercó a ella para recoger el balón, y sacó del bolsillo una golosina. — Tomá, ni siquiera lo toqué.

La boca de Alicia se curvó de lado, experimentando una incipiente sonrisa, y tomó el regalo destinado a reparar su error. Su mano se enfrió con el tacto. Era un cilindro congelado de color naranja. «Naranjú» era el nombre de ese helado. Le dio las gracias y continuó con su errante caminata, ahora acompañada del dulce sabor de aquella golosina que impregnaba su boca.

A medida que se acercaba al lugar donde le indicaron, el barrio tomaba un aspecto cada vez más fantasmagórico. La oscuridad de la noche envolviendo los cielos propiciaba este sentir, sobre todo mientras ella pasaba por la solitaria escuela número 137, su patio rodeado por una quietud silenciosa, únicamente habitado por las largas sombras de los árboles. Ubicada en la esquina de la calle Ugarte, Alicia se internó en esta oscura boca de lobo. De un lado, la escuela, del otro, el mencionado tanque de agua. Pero más adelante había una comisaría, y allí es donde intentaría averiguar algo más.

Afuera había bastante movimiento, dos uniformadas escoltaban a una mujer que gritaba escandalizada. Reconoció en su espalda desnuda largos arañazos, y su ligero vestido rasgado. Estaba en shock.

— ¡Agarren a ese enfermo, saltó de la 139! —le gritaba a los policías. Un transeúnte también les gritó.

— Lo vimos escaparse por los techos del Urquiza, pasó la rotonda de la Virgen y dobló, se metió en la calle de tierra y desapareció.

— Tranquila, ya salió un móvil. Entre.

Alicia se metió por la puerta blanca, no había elegido un buen momento. — ¿Puede decirme qué edificio es este? —le consultó al que parecía estar menos ocupado. El de uniforme estudió la foto por unos segundos. Es como si se estuviera esforzando como para parecer calmado, pero no lo lograba del todo. Le miró los ojos por un instante, eran penetrantes y fríos.

— Por el color, creo que es el veintiseis, está derecho. No andes sola, no me compliques la noche —volteó y se dirigió a sus compañeros. — Voy a rastrillar esa zona, la del Urquiza y la rotonda de la virgencita, los demás háganle caso al comisario, busquen en la escuela.

Se alejó del alboroto de la comisaría, pisando charcos, barro y pasto, bordeando un extenso y oscuro cañaveral, hasta que finalmente llegó. Rodeados por terrenos verdes, parques más o menos cuidados y árboles que los superaban en altura, los edificios de tres pisos. Robustos y monótonos, fríos, enigmáticos, de aspecto soviético. «Una extraña amalgama entre pueblo y ciudad. Una metrópoli encerrada en el ritmo y la superficie del campo». Pensó Alicia, estirando el brazo y comparando el edificio de la foto con los que se le presentaron frente a sus ojos.

Una voz aniñada se despedía de otra a sus espaldas. Volvió a cruzarse con el chico que le había regalado el Naranjú luego del pelotazo, que pasó corriendo a su lado, cruzando la pequeña rotonda en la que se ubicaba una escultura de la Virgen. ¿La rotonda de la Virgen? Sin querer, estaba metiéndose en los lugares que los testigos vieron al supuesto Hombre Gato. Entonces, el chico con peinado raya al medio se metió en la calle de tierra frente a los edificios de tres pisos. «Y desapareció», le dijo la voz del testigo que había visto en la comisaría. Sus ojos penetraron la penumbra de esa calle que el niño había tomado. ¡Por ahí anda o anduvo el Hombre Gato! Y no terminó de elaborar esa posibilidad cuando oyó el pesado y seco sonido en uno de los techos. Miró con atención, y si bien se confundía con la noche, supo distinguir una silueta humana, camuflada en la oscuridad, agazapada como un felino, y siguiendo los pasos del distraído infante.

No había un sólo patrullero, aunque recordó a aquel policía de ojos penetrantes y fríos anunciando, cual héroe solitario, que registraría la zona de esta rotonda y el Barrio Urquiza, aquella zona perteneciente a Villa Celina, caracterizada por sus casas bajas y calles de tierra. Es posible que el comisario haya desestimado esa posibilidad, y lo haya enviado a otra parte.

Entonces, el chico estaba sólo. No se movía una hoja en aquel lugar, como si todo estuviese detenido en el tiempo, salvo por el chico, que trotaba despreocupado, y esa temible figura de negro en las alturas.

Encorvó el lomo cual animal ante su presa, el chico estaba pasando debajo de él. Alicia tembló súbitamente y cogió un pedazo de madera del suelo. Se acercó al lugar de la escena, cruzando la calle lentamente y atenta a los movimientos del Hombre Gato, tan cerca de él que creyó haber sido descubierta. Se encontró armada con ese palo astillado y sacando polvo de la calle con sus pasos. El chico cruzó debajo de la amenaza agazapada, y esta figura oscura saltó con las manos hacia adelante, cubiertas por guantes negros y garras artificiales.

Con un alarido, y antes de que esas garras se incrusten en la carne del inocente muchacho, Alicia ondeó el palo de madera en el aire, y este dio con la espalda del Hombre Gato, que más que maullido, emitió un sonoro grito de dolor. Su cabeza encapuchada por un sombrío pasamontañas giró lentamente para toparse con la mujer que lo había atacado. Alicia se quedó mirando a ese hombre alto, completamente de negro, con filosas garras unidas a sus guantes, cuyo rostro se mantenía cubierto por un holgado pasamontañas. Abrió los brazos y lanzó un enfermizo maullido, alterando los nervios de la joven. Intentó defenderse con un palazo dirigido a la cabeza, pero el Hombre Gato lo eludió hábilmente y la embistió con toda su fuerza. Alicia cayó de espaldas y una humareda de tierra los rodeó. Lo tenía de frente, lo único que alcanzaba a ver eran los ojos fríos y penetrantes de aquel violento y desatado atacante. Se retorcía como una serpiente entre sus brazos, pero era bastante fuerte. Gritó de horror cuando pegó la boca a su oreja y pronunció un desagradable gemido, y volvió a dar un aterrado alarido al sentir las puntiagudas garras del Hombre Gato pasando por su pecho, como infernales caricias.

El chico se acercó con una piedra y la arrojó destinada a la cabeza del enérgico agresor. Detuvo su ataque contra Alicia para estirar sus uñas largas y darle un zarpazo, pero el niño se apartó de él, y ahora el Hombre Gato lidiaba con otro problema: Alicia hincando los dientes contra su encapuchado rostro.

Gritó con rabia y volvió a dominarla, logrando desabrochar la hebilla del cinturón que rodeaba al jean azul. Pero un numeroso grupo comenzó a amontonarse tras advertir los alaridos, vecinos alertados se agruparon alrededor, y en un santiamén, apartaron violentamente al Hombre Gato de su víctima.

Patadas, puñetazos, palazos, todo era válido ahora que el Hombre Gato se encontraba reducido en el piso.

— ¿Cómo estás? —entre el tumulto, una mujer de edad avanzada se destacaba por mostrar mayor interés en el estado de la chica, en lugar de amontonarse a linchar al hombre que vestía todo de negro. — ¿Te lastimó?.

Alicia negó con la cabeza mientras la mujer la ayudaba a levantarse. — No, no llegó a lastimarme —. Aunque, naturalmente, se la notaba alterada y angustiada. La mujer de desordenado y seco cabello blanco la abrazó, y Alicia se detuvo en la imagen del Hombre Gato siendo desarmado a golpes. Una patada en la cabeza pareció llegar en cámara lenta, y le hizo sacudir todo el cuerpo. Le arrancaron el pasamontañas, y sus ojos fríos y penetrantes se mostraban fijos y dilatados. Su rostro era el de una persona joven de aspecto perturbado. Un palazo en el estómago lo hizo doblarse y escupir un hilo de sangre, que cayó suavemente a la tierra formando un pequeño charco rojo. El insulto «¡Hijo de puta!» seguido de golpes se repetía a cada rato, hasta que un ruidoso patrullero apareció. Bajaron dos uniformados, uno de ellos era el que había hablado con Alicia, lo reconoció por los ojos penetrantes…como los del Hombre Gato.

Alejaron a la gente del atacante linchado, y Alicia, navegando entre la tormentosa marea del desconcierto y el horror debido a la horrible experiencia, vio una extraña situación: el policía que había conversado con ella fuera de la comisaría, observó al Hombre Gato y se le acercó secreteando. Todo esto en medio de un caos de gente que buscaba continuar con la paliza, y su compañero evitándolo. Alicia siguió mirándolos, se alejaban uno del otro.

— ¡Lo está dejando escapar!

El otro policía lo atajó y lo metió en el patrullero. — ¿Qué le pasa, oficial?

— Es mi hermano.

Habían pasado dos horas sin saber nada de Alicia. Joven independiente y solitaria, pero siempre conservaba el considerado hábito de avisar a Francisco ante una posible ausencia temporaria. Esta vez, simplemente desapareció, hundiendo en la culpa al hombre de aspecto cándido. Hubiera deseado que las cosas fueran distintas, pero eran lo que eran. Pensó en avisar a la Policía, pero ¿acaso no debía esperar veinticuatro horas para denunciar una desaparición? De todas formas, decidió posponer ese llamado y no alarmarse más de lo debido. ¿Se habrá ido con Romina? Le enojó la actitud reservada de él, silenciado ante sus preguntas insistentes, entonces se largó a descargar la bronca con su mejor amiga, quizás la única que tiene. Abrió los ojos permitiendo que su ingenuidad le proporcione una dosis de esperanza. «¿Ya se habrán ido a Córdoba, ese viaje que estaban esperando hacer juntas?»

Marcó el número telefónico de Romina y se saludaron plácidamente. — Romi, ¿de casualidad Ali está con vos?

— No, no la volví a ver desde su cumple.
— Ah, yo creí que, tal vez, hoy ya salían para Córdoba.

Romina se mostró sorprendida por aquella especulación. Francisco no le perdía rastro a Alicia, era imposible que olvide la fecha de su viaje. — Nooo. Salimos la semana que viene. ¿Pero pasó algo?

Francisco la tranquilizó, «todo está bien». Pero no podía trasladarlo a su preocupado rostro. Colgó y se vio invadido de recuerdos. Se preguntó si ocultarle información fue la decisión correcta. «Llevala lejos de acá. Amanda no debe saber dónde se encuentran. Si se entera, él también lo sabrá». La voz de su esposa, madre de Alicia, sonó fuerte en su mente. Maldijo a Amanda. La odió cuando vivía, y la odia ahora que está muerta. Su deceso provocó este distanciamiento con su hija, que ahora se había vuelto físico. ¡La maldita noticia de su muerte desató a los fantasmas del pasado!

El pasado. Alicia quería saber sobre el pasado, y nada iba a detenerla. Independiente, solitaria, también astuta y deductiva. Empecinada, obcecada. Si quiere algo, lo busca y lo encuentra. Como ahora. Sólo había un lugar en dónde buscarla, él sabía dónde, pero no se animaba a mencionarlo, ni siquiera a evocarlo mentalmente. Sin embargo, con un suspiro entremezclado por la resignación y el horror, sabía que, además de traerlo a su memoria, iba a tener que visitarlo después de tantos años.

Revisó el cajón y sacó una reluciente pistola. La manipuló con escasa habilidad como si se tratara de un objeto completamente ajeno y desconocido para él. Maldijo a Amanda una vez más.

La Comisaría de Villa Celina estaba más convulsionada que antes. Le tomaron una rápida declaración a Alicia y al chico de raya al medio, desesperados por un descanso luego de los ataques del sujeto vestido de negro, conocido como Hombre Gato que, esa noche, habían llegado a su fin. Lo metieron en la celda, corroboraron sus antecedentes y el policía que asumió ser el hermano del agresor de ropa oscura, recibía insultos de parte del Comisario. Salió del despacho tomándose la cabeza y observando a la joven atacada con una extraña mirada recriminadora.

Alicia aguardaba sentada junto a la señora de cabello blanco desordenado y el niño que le había regalado el Naranjú.

— Gracias, me salvaste de ese loco. Me llamo Matías.

— Yo soy Alicia —tenía el largo pelo revuelto y una mirada cansada. Sintió una súbita repugnancia cuando advirtió que el desagradable aroma del tipo disfrazado de gato se había pegado a su ropa y a su cuerpo, como si aún lo tuviese encima suyo. Necesitaba una ducha urgente.

— No te preocupes, querida. Va a pagar por lo que hizo —la mujer a su lado le acarició la mano de modo tranquilizador. — Yo soy Elba, podés contar conmigo para lo que sea. Debés tener hambre, ¿querés que te prepare algo cuando salgamos?

«¡Qué intensa, apenas me conoce!» Pensó Alicia. «Sólo una abuela puede ser tan confiada».

— Se lo agradezco, pero vine por algo, y después quiero volver a mi casa. Estoy cansada. Demasiado cansada —dijo con los ojos apesadumbrados.

— Ese no era el Hombre Gato, era un loco disfrazado —irrumpió Matías, tropezándose con sus propias palabras. Hablaba rápido y por momentos era difícil seguir el ritmo de sus aceleradas oraciones. —el verdadero es re alto, le brillan los ojos y tiene garras de verdad.

Alicia sonrió dificultosamente. Pero Elba no sonreía. Lo miraba con desdén, como si la única destinataria de su respeto y cariño fuera Alicia. — ¿Y a vos quién te cuenta esas historias, nene?

— ¡Mi abuela! — contestó con atrevimiento. En ese momento, un policía les anuncia las novedades.

— Señorita Vega.

Alicia se levantó de la silla.

— Quedará detenido en la Comisaría hasta mañana, y luego será trasladado.

Salieron los tres y Matías se separó del grupo. La mujer de cabello blanco volvió a insistir.

— ¿Todavía tenés pensado irte? A esta hora no andan los colectivos. Podés descansar un rato en mi casa, si querés. Acabás de vivir una experiencia muy fea.

Alicia meneó negativamente la cabeza. — Vine a averiguar cosas sobre mi fallecida tía Amanda y mi mamá. Después me voy.

La mujer mayor centró su mirada en Alicia. — ¿Amanda Ferri?
— ¡Sí, ella! ¿La conoce?

Elba manifestó una sonrisa dibujada en sus arrugados labios. — Claro que sí, era, es, mi amiga. Una mujer maravillosa. Todos en el edificio la amamos, ¡y también a tu mamá, Gloria! Qué pérdidas tan dolorosas. Me duele el pecho cada vez que pienso en Amanda.

La búsqueda le había costado un desagradable encuentro con aquel Hombre Gato, pero valió la pena. Iba a quedarse, averiguaría lo que necesitaba, haría amistad con la señora para arrebatarle toda la verdad y regresaría a su casa. — ¿En qué edificio vive?

— En el veintiseis. ¡Vamos que te cocino algo rico!

El edificio era igual a los demás. Una construcción hierática de tres pisos, erigida sobre parques más o menos cuidados. Las dos mujeres subieron por la escalera hasta el segundo, interrumpidas por fugaces intervalos por la aparición por vecinos tan viejos como Elba, que al enterarse de que Alicia era la sobrina de Amanda, le cerraban el paso y la saludaban con una efusividad y una calidez inesperada. Una pareja la miró con adoración antes de fundirse en un abrazo. «¿Es ella?» dijo una rolliza y corpulenta mujer, profundamente conmovida y con lágrimas en los ojos. El sobrecargado perfume de la gorda la asfixió cuando su par de anchos y fofos brazos la rodearon, mientras sus labios grotescamente pintarrajeados de rojo le manchaban la mejilla.

— Veo que la querían mucho —dijo Alicia. Dejaron atrás el frenético recibimiento y se frotó el cachete con la mano, mientras Elba forcejeaba con la puerta para poder ingresar al departamento. Era pequeño, con dos dormitorios y una cocina comedor. Contra la pared de la cocina se emplazaba una antigua heladera, cuyo motor reproducía un molesto sonido chirriante. La invitó a tomar asiento y miró la pantalla del televisor encendida en el canal ATC, que mostraba una publicidad sobre prevención del cólera. La tele prendida y el ambiente iluminado con tenue luz: señales inequívocas de que había alguien más en el departamento.

— ¡Eugenio! —el grito saturado de Elba, dirigido a las habitaciones del fondo, le pusieron los pelos de punta. — ¡Dejá de hacer eso que hay visitas! —el volumen de su voz para advertirle la presencia de Alicia descendió drásticamente.

Alicia oyó el crujir de una madera, aquel sonido que emite una cama desvencijada cuando uno se levanta sobresaltado, y lo que vio acercarse recrudeció la escalofriante sensación que recorrió su cuerpo cuando Elba gritó. Una dilatada sonrisa exhibía escasos dientes podridos y amarillentos, acompañada por un par de verdosos ojos, fijos como piedras. Destilaban cierta ingenuidad, pero también una naturaleza patológica y peligrosa. Alicia no pudo disimular el disgusto cuando confirmó que ese rostro pálido, de rasgos desagradables y expresión desorbitada, iba a tono con el resto de su pestilente cuerpo esquelético, ese tronco aplanado a la altura del pecho como si hubiera una ausencia total de carne y, al contrario, la zona abdominal sobresalía con una hinchazón que le recordaba a unas imágenes que había visto de los desdichados niños de Biafra. Pero ella sabía que era un poco exagerada, y tuvo una noche complicada en un barrio desconocido, así que, posiblemente, esa panza (que no dejaba de ser desagradable, como toda su escuálida contextura), era más parecida a la de un tipo delgado adorador de la cerveza, más que a un chico desnutrido de una lejana región nigeriana. No sólo era la fealdad, sino esa expresión en el rostro que la incomodaba y, ¡peor aún!, era el nauseabundo olor que emanaba su cuerpo. El agua de un buen baño lo había abandonado durante semanas, y el calor acentuaba ese hedor invasivo. Mirándolo bien, podía distinguir en ese chico desaliñado, de mirada desorbitada, algunos rasgos que se aproximaban sutilmente a los de Elba.

— ¿Vos…vos sos la sobrina de Amanda?— le dijo, acercándose con temerosa curiosidad. Ella asintió con la cabeza, y con una torpe acción, propia de una persona inexperta al contacto físico con mujeres, se tiró encima de ella y la abrazó con un desmedido cariño.

—¡Eugenio, no seas tan efusivo! Es mi hijo. Es un poco demostrativo, pero es buen chico.

Luego de ahogarla con su hediondez, se separó y extendió su huesuda mano para unirla a la de ella. — Mucho… Mucho gusto… Eugenio me llamo. Pero tengo muchos apodos.

Ella no alcanzó a decir su nombre. Su mente se enfocó en la desagradable sensación de viscosidad que sintió en la palma de su mano al hacer contacto con la del horripilante vecino de Villa Celina. Una acuosidad ligeramente pegajosa que se mantuvo con ella cuando se apartó con repugnancia. «Hace calor, es transpiración, es sólo transpiración», se dijo a sí misma.

— Se llama Alicia —le explicó Elba, — Y vino a saber más sobre su tía y su mamá. ¡Pero no te incumbe a vos hablar de eso! Come algo, charlamos un rato sobre su familia y se va a su casa.

Eugenio rezongó. Nunca dejaba de mirarla, como si intentase impresionarla o llamar su atención. — Pero yo también quiero hablar con ella.

—¡Sí, pero no de eso! Si querés, ponete a mirar tele hasta que termine de hacer la comida, pero no la cargosees.

Alicia amagó con abrir la boca para sacar a pasear una hipocresía que no le era propia, salvo cuando era necesario, como lo había demostrado anteriormente, fingiendo interés en una anciana para quitarle información. «No me molesta», pensó en decir, pero la verdad es que le molestaba en demasía la presencia de ese joven que parecía compartir la misma edad que ella. Se calló la boca y continuó mirando la televisión con apatía.

Eugenio aceptó la propuesta, cualquier cosa que compartiese con la extraña joven le iba a parecer novedoso e interesante. Con una insistente sonrisa miraba a la pantalla y a ella, a la pantalla y a ella. «Qué idiota, ¿no?» decía por momentos, si la situación ocurrida en la tele ameritaba ese comentario… Aunque nunca lo ameritaba. Todas las personas que la imagen reflejaba le parecían idiotas, y las situaciones, para él, eran siempre graciosas. Aunque realmente era un bruto intento por entablar una relación con Alicia.

— Qué idiota, ¿no?
— Se…
— Ja ja…qué idiota, ¿no?
— Se.

A pesar de su imbecilidad supina, reparó en la actitud apática de Alicia; la cabeza de lado apoyada en su mano y un gesto de creciente fastidio en su rostro. El escuálido con ojos dementes, como saliendo de sus órbitas, reía y se burlaba cada vez que en un insípido y rancio programa político llamado Contragolpe, los periodistas o invitados acotaban algo o manifestaban su insulso, débil y controlado punto de vista. Pero de pronto paró de decirles idiotas.

— Qué aburrido, ¿no?

Alicia giró la cabeza y vio la abultada espalda de Elba elaborando algún plato de comida, que ella esperaba desesperada. No sólo por el hambre, sino para iniciar la conversación que la lleve a conocer toda la verdad. Sentía que la vieja desaliñada estaba haciendo tiempo, pero justo en ese momento se acercó con una abundante fuente de ensalada que depositó en el centro de la mesa, y luego bajó la vista para encontrarse con dos pequeñas albóndigas dentro del plato. Rodeó la bola de carne con el tenedor arrancando un bocado y aguardó a que la mujer se siente junto a ellos.

— Esto está muy bueno —asumió Alicia. Elba devolvió una sonrisa que acentuó sus arrugas y le alcanzó un vaso, cuyo contenido era un espeso líquido verde. Tomó un sorbo, y no sabía tan mal.

— Es un nutritivo jugo de hierbas. Amanda me dejó a cargo de una de las sucursales de sus herboristerías; no sólo a mí, sino a la mayoría de los vecinos de este edificio — explicó la mujer mayor. Alicia observó que el vaso de Eugenio estaba lleno de agua. — A él no le gusta mi jugo de hierbas, es un exquisito —dijo Elba, apresurándose a dar una justificación. El «exquisito» escuálido de horrible apariencia estalló en una súbita carcajada y restos de carne picada mezclados con baba escaparon de sus comisuras. Introducía sus largos dedos en el plato y los sacaba con pedazos de albóndiga que desaparecían en su boca.

El sabor del jugo era amargo, y al pasar por su garganta le dejaba una sensación arenosa. — Así que… mi tía les dio trabajo a muchos vecinos. Hábleme sobre ella. Para serle sincera, no puedo contar con mi papá para saber qué fue lo que pasó, por qué huyó de este barrio cuando mi mamá falleció en el parto, y por qué odia a mi tía, al punto que me ocultó de ella y de este barrio que los vio crecer, durante veinte años.

Elba le dio una mirada consoladora, y carraspeó un poco antes de dar inicio a una afable conversación, pero golpes repetidos a la puerta desviaron su atención. Y como si no fuera necesaria la autorización de los dueños, un grupo de seis o siete personas entraron al pequeño departamento con ademanes festivos.

La Comisaría de Villa Celina estaba silenciosa, sumamente calma luego de una agitada noche que culminó con la detención del delincuente disfrazado, conocido como Hombre Gato e identificado por las autoridades como Pedro Moya, hermano menor del oficial Marcelo Moya.

La descascarada pared de la celda mal iluminada adhería una mayor sensación de dejadez en su encierro. Una sombra larga se proyectó frente a él y levantó la cabeza para ver de quién se trataba.

— Siempre estuviste enfermo. No quise verlo, pero siempre lo supe. Mirate ahora… ¿Esa flaca te hizo la marca que tenés en la mejilla? —. El oficial Moya lo miraba desde afuera de la celda. La cara de su hermano presentaba moretones en los ojos, labios hinchados y la hincada de unos dientes que le dejaron una superficial hendidura roja, viva, de contorno irregular. La mirada perdida de a quien llamaron el Hombre Gato se iluminó de repente.

— Esa puta gritona arruinó tu intento por dejarme escapar. Si no se hubiera metido, yo no estaría acá…

El hermano mayor insistió. — Desde chico que sos un pervertido.

— Sí… Siempre lo supiste. ¿Te acordás de la prima?

El uniformado fue sacudido por recuerdos de su adolescencia. — Sí. Siendo chico, casi joven, metías tus manos en ella, que todavía era una nenita. ¿Cómo podías hacer eso?

— Te acordás muy bien, porque vos eras el que me pedía que le levante la pollera. Te quedabas mirando y te gustaba. Te gustaba mirar — . El policía se vio deseoso de matarlo y eliminar esa voz que, mediante el empleo de hábiles archivos en su memoria, le traía recuerdos que lo emparentaban íntegramente con la mente enfermiza de ese criminal. Y ahora ya no sabía quién era el que se encontraba encerrado, si era él mismo o su hermano menor. — Me quisiste dejar escapar para liberarte de mí. Te conozco.

El oficial Moya se acercó a la celda. Entre las sombras manipuló un llavero y en un instante, la puerta de la celda estaba abierta. — Mis compañeros duermen por la gilada que le puse al café. Quiero que te vayas de este barrio y no vuelvas nunca más por Celina. Te vuelvo a ver y te inflo.

El magullado muchacho, que aún conservaba su ropa negra, se acercó con una sonrisa sádica y le besó la frente antes de iniciar una carrera que lo alejó de la comisaría en pocos segundos. Ágil y veloz como lo describieron en los medios periodísticos, corrió derecho hasta toparse con Olavarría. La calle estaba desolada a esas horas de la noche, apenas lejanos aullidos de perros que lo sobresaltaba de a ratos. Pero cuando quiso acordarse, ya se encontraba frente al puente Olavarría, aquel que une Villa Celina con Villa Madero. Su plan era sencillo: abandonar el barrio, inicialmente. Sólo debía cruzar el puente para alejarse del inminente peligro de ser encontrado, refugiarse en la villa de Madero, y luego trazaría otra ruta de escape.

Cruzar el puente. Tan simple como eso. Pasar por el puente en el que no había un sólo policía y la oscuridad de la noche cerrada ayudándolo a ocultar sus estropeadas facciones para no ser reconocido. Todo iba bien, excepto por un anómalo sonido de las ramas de un alto árbol crujiendo delante de él. Algunas hojas se desprendieron y cayeron al piso, a escasos metros de dónde estaba parado. Una vez que pasase aquel árbol, sólo le quedaba cruzar la calle para tomar el puente de su libertad. ¿Qué podía ser? ¿Qué podía espantar a un tipo que aterrorizó durante días a muchos habitantes del barrio? Caminó desafiante y lo que ocurrió luego le provocó una horrible sensación eléctrica en su pellejo; desde el árbol en donde él percibió los ruidos, brincó una enorme figura negra que aterrizó a un lado del puente, camuflándose en el pastizal. ¡Como si le hubiera leído la mente! O quizás, sólo estaba jugando con él.

El pavor lo obligó a aferrarse de la reja que rodeaba el parque del edificio de diez pisos, sobre Olavarría, doblándose de miedo. Y la curiosidad fue lo suficientemente poderosa como para que sus ojos se posen en esa figura, que por la sombría noche pareció completamente negra anteriormente, pero al verla con detenimiento y con la luz adecuada, mostraba ante él una espantosa y viviente estructura orgánica, con feroces y brillantes ojos que miraban justo en la dirección en que él se encontraba. Un cuerpo horriblemente antropomorfo que lo observaba con las manos y pies sobre el pasto, como si estuviera preparándose para reptar. Gimió de terror cuando esa criatura de presencia amenazante se movió lentamente, estirando uno de los brazos y flexionando el otro. Entonces, vio con detenimiento lo que él, inocentemente, creyó eran un par de manos; inhumanos dedos largos cubiertos de pelos, en cuyos extremos se prolongaban larguísimas, sólidas y afiladas uñas que hacían palidecer a los guantes de garras artificiales,que él utilizó, para aterrorizar a algunos vecinos. Con un escalofrío corriendo por su cuerpo salió huyendo por la calle Strangford.

Escuchó detrás suyo el gruñido de un animal desconocido y su resquebrajada mente luchó contra la parálisis que le provocaba sentirse la potencial presa de esa inaudita criatura. Strangford se extendía desde Olavarría hasta el centro comercial. A su izquierda, la fila de edificios altos, de diez pisos con sus respectivos parques, a la derecha, árboles dispuestos en fila y luego, la calle por la que pasaba indiferentemente algún que otro auto.

— ¡Ayudaa!—gritó con la garganta desgarrada. No le importaba regresar a la cárcel, no le importaba que una turba lo linche por los crímenes cometidos, sólo quería alejarse de esa amenaza tan espeluznante e incomprensible. Corría sin mirar hacia atrás, pero extraños jadeos, sonidos de las copas de los árboles moviéndose e incluso pisadas, le confirmaban que el monstruo estaba cerca. Todo se volvió aún más terrorífico cuando se dio cuenta de que no importaba cuán veloz era corriendo: la bestia de garras sólidas y largas saltó por encima de él, cubriéndolo por un momento con su propia sombra y le bloqueó el paso con su imponente y terrible presencia. Porque no había mayor terror que la pérdida de toda esperanza.

Allí parado, cubierto por la oscuridad de esa calle solitaria y por la enorme sombra del monstruo, sus pantalones se mojaron por su propia orina, formando un charco entre las piernas. Quiso hablar, preguntarle qué era, pero sus labios temblaban y no pronunciaban palabras. Con un gesto de resignación, recibió un violento y sobrehumano zarpazo al rostro. Las garras se metieron en su carne y desgarraron todo a su paso: la mitad del rostro de Moya estaba atravesado por profundas aberturas por las que escapaba grasa y sangre. Su ojo izquierdo no existía, sólo era una masa blanda que colgaba del cuenco. Gritó de horror cayendo al piso. Se llevó la mano al área atacada y descubrió cuánto daño le había hecho con un simple y brusco movimiento de aquella garra monstruosa.

«Por favor» era lo único que decía, acompañado de gritos de dolor. Sintió esa poderosa mano tomarlo de la cabeza y enderezarlo a la fuerza. Con sus largos dedos,con capas de pelo negro, rodeó su cuello y lo miró a los ojos. Esos ojos profundos, bestiales e inclementes eran lo último que vería en su vida. Porque ni bien las enormes garras de esa espeluznante criatura penetraron sin dificultad por la parte superior del cráneo, como introduciéndose en gelatina, este delincuente, que se hacía llamar el Hombre Gato, dejó de existir.

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No muy lejos de ese lugar, la cena transcurría con inesperadas visitas en el departamento del edificio veintiseis.

— ¡Ella es la hija de Gloria! —anunció la obesa de rostro pintarrajeado que lideraba al entrometido conjunto de hombres y mujeres que rondaban los sesenta, setenta y ochenta años, señalando a Alicia con el hinchado dedo índice.

— Provecho, provecho…—decían al pasar, y avanzaban sin el más mínimo recato ante la aturdida comensal. La llenaban de coloridos elogios y exageradas adulaciones. Los más dicharacheros eran una pareja que parecía haberse vestido para la ocasión, como si esa ropa la hubieran reservado para aquel día tan especial para ellos. Él vestía un deslumbrante saco amarillo, que hacía tono con los pantalones, y blancos zapatos relucientes. Ella usaba un sombrero de ala ancha, y compartía la afición de la mujer obesa de maquillarse al extremo y pronunciar sus rasgos, casi como una caricatura. Afortunadamente para Alicia, se quedaron un rato, no aceptaron ser parte de la cena, y se fueron saludando con la misma energía con la que habían entrado.

— Imaginate, tu tía les dio ese trabajo tan fructífero que les permitió comprar sus departamentos. Todos los de este edificio, o casi todos, trabajaban con tu tía.

Elba le explicó a una Alicia que escuchaba con atención y haciendo un oneroso esfuerzo para que un extraño vértigo no se note a los ojos de los presentes. Estaba en un momento clave de la noche, aquella que se desarrolló vertiginosa y violenta, en un barrio plebeyo, de clase trabajadora, completamente ignoto para ella hasta ese momento. Ahora le tocaba a Elba hablar, de su tía, de su madre y de su padre.

— ¿Por qué…? —maldijo su suerte. Mientras elaboraba la pregunta, otra oleada de vértigo hizo oscilar la holgada silueta de Elba, sentada frente a ella. No se rindió. — ¿Por qué nos fuimos de este barrio…?

Su largo y delgado brazo permaneció extendido, con la palma de su mano apoyada firmemente en la mesa para mantener el equilibrio. De sus manos brotaba un copioso sudor.

— Eso te lo va a explicar tu padre, querida Alicia.

Alicia se sorprendió, pero sus ojos seguían cayendo pesadamente. — ¿Mi papá? ¿Él sabe dónde estoy? ¿Va a venir acá?

Una acogedora sonrisa brotó de los arrugados labios de Elba, que asentía. — Sí. Él ya sabe que llegaste, y ahora viene por vos.

El campo visual se le cerraba cada vez más, hasta que todo se volvió negro. El desmayo era un hecho, y ya no podía seguir ocultando su malestar.

Un acelerado Ford Orion dio una irresponsable curva y tomó el puente Olavarría, desde Madero hacia Villa Celina. Las manos aferradas al volante se humedecieron por la transpiración y trató de fijar su mirada al centro. Pero a su lado, sobre Strangford, luces de varios patrulleros de policía llamaron su atención. «Bienvenido a Villa Celina… La puta madre». Pensó amargamente, y como si hubiese llamado a su propia desgracia, el auto Orion, año 1995, comenzó a temblequear, y finalmente se detuvo. «Mala señal, muy mala señal». Se acercó a los policías, «mi auto se descompuso», «busco a mi hija». No le prestaron mucha atención, y no es para justificarlos, pero frente a ellos había una escena escalofriante: depositado sobre la calle, sobre un creciente charco rojo, yacía un hombre de negro con la mitad del rostro arrancado, un ojo perdido, cuatro orificios profundos en su cabeza por donde brotaba mucha sangre y restos de masa encefálica, que se desprendían para caer sobre el asfalto.

— ¡Aléjese, caballero! —le dijo un uniformado de muy mala gana al azorado Francisco. Contuvo sus ganas de vomitar y se alejó con la certeza de que había llegado en el peor momento. Tenía que encontrar a Alicia antes de que sea tarde. Corrió, perseguido por un miedo que lo atormentaba desde el pasado, dejando atrás a ese resto de carne muerta y a su propio vehículo, que lo había abandonado la noche en que más lo necesitaba. No importa, ya estaba dentro del barrio, y sabía muy bien adónde debía encaminarse.

Uno de los tantos policías que se encontraban en la escena miraba tan estupefacto como miró Francisco. Se puso de rodillas y lanzó un desgarrador y angustiante grito. «¡Mi hermano, mi hermano!» Chilló, antes de que lo separen del lugar. «Tranquilo, Moya», «Lo siento mucho, Moya», repetían alrededor suyo.

— Fue esa hija de puta… Ella lo mordió antes y ahora le hizo esto… —. Deliraba en su dolor, buscaba un culpable de la muerte del culpable de su hermano, y mezclaba hechos ciertos con absurdas e inverosímiles suposiciones.

— Finalmente me recuperé del desmayo —pensó Alicia, depositada en la cama de un pequeño y oscuro cuarto, pero un pestañeo borró aquella afirmación inicial. Su musculosa blanca y suelta, el jean, la riñonera, en la que guardaba la foto y el discman, y las botas habían desaparecido completamente. Desnudo su cuerpo elástico, grácil y largo, tendido sobre el pasto que le provocaba intensa picazón en la espalda. Se incorporó sobresaltada al ver que un reducido grupo de lo que parecían ser indígenas, vestidos con mantos de pieles de nutria, la rodeaban mirándola severamente; pero no amenazante, sino desgarrados y culposos por algo que ella no alcanzaba a comprender. Detrás de ellos, figuras ensombrecidas se acercaron, y al pasar frente a ellos, las siluetas de los indígenas se esparcieron como polvo y desaparecieron misteriosamente. Fueron reemplazadas por lacios y avejentados cuerpos desnudos, con mujeres con pechos colgando hasta sus vientres y hombres con barrigas arrugadas, llenas de manchas y vello blanco por todos lados. Retrocedió con sus pies descalzos cubriéndose de barro hasta los tobillos, y entonces reconoció a esas personas: Elba, la del cabello blanco desordenado, la obesa efusiva de ridículo y exagerado maquillaje con sus carnes rollizas y abultadas en todo su esplendor, la pareja de ancianos extravagantes; ella despojada de su sombrero de ala ancha, de su colorido vestido. Él sin el reluciente saco y pantalones amarillos, cinco o seis vecinos detrás que reconoció como los que entraron a saludarla junto a ellos, y adelantándose para quedar en primera fila junto a la gorda, a Elba y a la pareja, el desquiciado de Eugenio. Su mirada no era la misma, estaba como sedado por una fuerza superior, serio, con una enormidad colgando floja entre las piernas. Sintió una presencia detrás suyo y giró bruscamente. Una mujer, que inmediatamente reconoció como su madre muerta. Alzó la cabeza para exhibir unas marcas rojizas en el cuello.

— ¿Mamá?

El espectro no le respondió y habló con un eco. — ¿Ves esto? Gualichu lo hizo.

No era la primera vez que veía a la madre en sueños, pero no recuerda una ocasión anterior en que lograba escuchar su voz, ni un momento en que su imagen era tan nítida, como ahora. Y nunca había visto esa marca en el cuello.

— Andá con tu papá, y hacé lo que tengas que hacer.
— ¿Dónde está papá?
—Allá…

Gloria, madre de Alicia, señaló un espeso árbol con un tronco grueso y resistente. Una desagradable luz rojiza brotaba por encima de él, mientras Elba, Eugenio, la gorda y la pareja murmuraban palabras ininteligibles cerca de ella. Miró por encima del tronco y observó a su papá, Francisco, mirando de perfil, como buscándola.

— Papá. ¡Papá! —le gritó Alicia, pero no la escuchaba, o no se daba por aludido. Corrió hacia él, lo tomó de un brazo enérgicamente para llamar su atención, pero este se desprendió como si una fuerza imparable lo hubiera desgarrado con un corte profundo. Su mano se cubrió por la sangre de Francisco y despertó con el estruendo de un balazo.

No estaba desnuda, no estaba sobre el pasto, no había personas alrededor, ni indígenas de miradas severas, ni su madre espectral con el cuello marcado. Pero estaba ocurriendo una situación afuera del edificio. Había un hombre de aspecto cándido con un arma en la mano, discutiendo con un grupo de personas. «Papá…»pensó Alicia, aunque nunca en la vida lo había visto armado.

Armado…agresivo… y en este desconocido barrio llamado Villa Celina.

¿Era un sueño? Pensó. Su reciente experiencia sensorial, tan confusa como enigmática, la dejó en un estado de ensoñación en que lo real y lo ilusorio estaba apenas separado por una desvaída línea. No podía desatarse de aquella pesadilla y distinguir entre el sueño y la realidad. Hasta que un balazo al aire la despertó por completo; su padre alzó el brazo y disparó apuntando al cielo, alejando a las personas que le rodeaban. No le importó el carácter surrealista de la escena, sólo quería comunicarse con su padre y alejarlo de un potencial peligro.

— ¡Papá!

Estaba acostada en una cama matrimonial de la habitación del fondo de la estrecha vivienda. Desde la ventana podía ver, pero no intervenir. Saltó del lecho y enfiló para el otro cuarto a los gritos.

— ¡Elba, Eugenio!

Temía encontrarse a Eugenio en una situación desagradable y comprometida, dedicándose el afecto íntimo que no encuentra en otros lugares. Pero no estaba en la habitación desordenada, tampoco Elba. Cruzó el comedor hacia la puerta de entrada y salió con facilidad, ya que estaba sin llave. Bajó por el laberíntico y estrecho pasillo de escaleras rectas, chocándose el hombro con la baranda. Una mujer nonagenaria de aspecto fantasmagórico y túnica blanca le sonrió al abrirle la puerta del edificio, facilitándole el egreso al exterior.

Pasó que Francisco llegó al edificio e intentó llamar a Alicia. A través de la puerta principal, comenzaron a salir en una ordenada fila personas de blancas túnicas, cuyos cuerpos se traslucían de acuerdo al enfoque de la luz, con un paso lento pero decidido. Era como si estuviera viviendo una vez más esa fatídica noche en la que perdió a su mujer.

— ¡Devuélvanme a Alicia! —gritó a los añejos vecinos, pistola en mano. El grupo de figuras blancas avanzó hacia él, y entonces efectuó un disparo al cielo, provocando que estos retrocedan instintivamente. No dudaba que ellos estaban al tanto de la presencia de Alicia, y tampoco dudó en apuntar directamente hacia estas extrañas personas, que inmediatamente posaron sus rodillas al suelo. Ingenuamente, Francisco pensó que finalmente habían sucumbido a su ira respaldada por un arma letal, pero estaba equivocado. Las personas arrodilladas miraban más allá, por encima de sus hombros. A lo lejos, seguida por hombres y mujeres de igual vestimenta que aquellos que lo rodeaban, iluminando el camino con antorchas, una atractiva mujer de manto rojo se aproximaba. Francisco bajó la pistola, visiblemente perturbado.

— Amanda…

No quería reconocerlo, hasta que la tuvo lo suficientemente cerca y volvió a ver, una vez más después de tantos años, esa expresión gélida, como implacable. Todo era una mentira, lo que quedaba de su familia — incluido él — había caído en su trampa.

— No me mires así, no volví de la muerte. Nunca lo estuve.

Francisco jadeó con rabia. — Planeaste esto, lo planeaste todo. Tu presunta muerte, la llegada de esas fotos de mierda a mi casa, el impulso que necesitaba Ali para venir a este barrio maldito.

La frialdad de la sonrisa de Amanda, asintiendo cada una de sus suposiciones, lo enfureció aún más. Levantó el revólver y lo dirigió a la altura de la frente de la mujer. Y entre uno de los árboles cercanos se escuchó un movimiento de las ramas y hojas agitándose por el pasar veloz de algo. Tan veloz, que Francisco apenas vio una figura negra atravesándose, un sonoro y deforme rugido y una desgarradora sensación en la mitad de su brazo. Un relámpago oscuro que atravesó su carne utilizando cuatro garras centelleantes. Presa del horror, vio cómo buena parte de su extremidad se desplomaba en el suelo, la mano inerte aún aferrada a la pistola y en el otro extremo, unido a su cuerpo, jirones deshechos de sangrante carne. Pegó un agonizante alarido y cayó de rodillas, emulando la postura del resto de las personas que lo rodeaban.

Con explosivos latidos de dolor, miró a su bestial atacante. «El…Hombre…Gato…»

— Así lo llaman las mentes comunes que recurren a elementos conocidos para comprender a esta magnífica existencia. Pero no es hombre, ni gato. Es un ser traído de un plano remoto para darnos un propósito, una posibilidad de soñar con la futura evolución en materia física y espiritual…

En shock, temblando como si lo asaltara una fiebre tenaz, oía las palabras determinantes de Amanda y miraba a ese ser despreciable, cuya anatomía era intolerante para sus ojos mundanos. Esta bestia se acercó amenazante, su garra ya se había bañado con la sangre de su brazo perdido. Una vívida repulsión lo sacudió al contemplar el rostro grisáceo, de piel arrugada y lampiña como gran parte de su cuerpo. Unas orejas grises y puntiagudas sobresalían de su monstruosa cabeza calva, y los ojos grandes, con pupilas en forma de rayas verticales que ardían como un voraz e imposible incendio, podrían amedrentar a cualquier león africano. Sutiles músculos, como los de un animal entrenado, surcaban su largo cuerpo de piel gris oscura, que presentaba abundante y negro pelo en lugares precisos de su horrenda anatomía: la espalda estaba recubierta por un áspero pelaje negruzco, al igual que sus antebrazos por los que emergían sus letales garras, y en el área de la cintura presentaba un natural y constitutivo taparrabos formado por aquel pelo seco y oscuro. Le demostró ante sus ojos que las garras eran retráctiles, y estas aumentaron en volumen y en longitud.
—¡Papá, papá!

La desconcertada Alicia se abrió paso a puro codazo y se detuvo al ver la escena dantesca; se llevó las manos a la boca cuando reconoció a su padre, Francisco, mutilado, vibrando de dolor y acompañado por…¿por un horripilante monstruo y su tía muerta?

— Alicia…Alicia, lo siento tanto…

Ella miraba a su padre sin un brazo, luego a Amanda y a ese ser repulsivo que se paró al lado de él, dirigiendo sus garras al estómago.

— Parece que al final, la verdad va a salir a la luz —dijo la tía, mirando fijamente a Alicia. Sus ojos fríos se habían vuelto un poco más cálidos y complacientes.

— ¿Qué carajo es esa cosa, qué hace la tía Amanda, qué te pasó, papá?

Alicia estaba haciendo equilibrio en la delgada cuerda de la razón, pero esta se encontraba deshilachada y con rasgaduras que aumentaban su tamaño a medida que ella continuaba contemplando esa inexplicable escena. Quiso socorrer a su padre, pero las personas de túnicas blancas se lo impidieron sujetándole los brazos.

— Ali, la muerte de tu tía fue una mentira para atraerte acá, ella ideó ese plan…

La voz de Francisco se debilitaba, y Alicia no hacía más que llorar.

— Hay otra cosa que quiero decirte…

Alicia lo interrumpió, y a pesar del llanto, su voz sonó clara. — Ya lo sé… No sos mi papá biológico, pero no me importa.

Francisco sonrió débilmente. — Siempre fuiste deductiva. Me… me gustaría decirte que… que tu papá es algún vecino de este barrio, o un amorío de tu mamá… incluso algún amigo, pero no. Tu verdadero papá es esta cosa… esta abominación… que ves a mi lado.

Alicia negó con la cabeza y miró a ese monstruo de orejas largas terminadas en punta, sus garras filosas tocando el abdomen de Francisco. — Estás delirando, perdiste mucha sangre, ni siquiera sé si esa cosa que veo es real, ¿de qué hablás?

Amanda dio un paso al frente. — Alicia, sos una chica inteligente. Miralo.

Examinó esa anatomía de dos metros de largo, una abominable mezcla entre un animal y un hombre. Le dio asco, la fragilidad de su estado psicológico se resquebrajaba con sólo mirarlo, pero extrañamente… Lo sentía cercano. Era como si lo conociera de toda la vida, como si un vínculo intangible que el tiempo y el espacio no pudieron borrar, se pusiera de manifiesto.

Francisco no volvió a hablar: las garras que brillaban en la oscuridad perforaron su estómago, y abriendo paso a una interminable corriente de sangre, esa mano llena de pelos introducida en su cuerpo convulsionando, ascendió hasta el cuello y finalizó el recorrido tomando su vida.

Alicia se sacó de encima a los que la sujetaban y corrió hacia Francisco. Podía ver sus órganos saliendo de ese canal profundo y sangrante. Manchó sus propias manos de sangre tocando su cuerpo destrozado, y alzó la vista sólo para proferir impotentes insultos.

— Alicia, lo siento mucho. Pero date cuenta de una cosa, sólo así pudiste saber la verdad. Este es tu lugar, esta es tu familia… Él es tu padre —dijo Amanda, señalando a la criatura negra y gris. — Y no va a dejar impune a nadie que haya intentado lastimarte. El peso de su garra cayó sobre el desgraciado que intentó violarte, el que se hacía llamar Hombre Gato, inspirado por las noticias periodísticas y por los vecinos que llaman así a nuestro guía… a tu verdadero padre.

La hija del Hombre Gato giró lentamente la cabeza, buscando a Elba, presente en el nutrido grupo de fantasmales túnicas blancas. La vieja movió la cabeza afirmativamente. Y Amanda siguió hablando.

— En cuanto a él, fue el principal responsable de nuestro alejamiento, te impidió conocer tu origen. Mintió y ocultó información para quedarse con vos —miró con desdén el cadáver abierto de Francisco. — Tuve que usar las mismas herramientas que él. Hasta hicimos un velorio ficticio para llegar a vos, y que las fotos te lleguen. Pero acá estás, en tu lugar.

Alicia sintió temblores cuando el Hombre Gato se acercó a ella sacando las garras. La uña del peludo dedo índice penetró en su sien como una jeringa, y sus ojos se voltearon hasta volverse blancos. Su cuerpo comenzó a sufrir violentos espasmos, pero su mente ya no estaba allí.

De pronto, una iglesia apareció frente a ella. Una hermosa mujer con un crucifijo colgando en su pecho se confesaba con el cura. «Gloria, mamá.» La reconoció al instante. Se la notaba apesadumbrada, manifestaba su amor por Francisco, pero su incapacidad de generar hijos. Cenas rezando y agradeciendo a Dios, cientos de Padre Nuestro antes de dormir rogando por la oportunidad de poder dar vida, pues los doctores habían sido francos con ella.

Se había negado a recurrir a la ciencia, su meta en este mundo era engendrar una vida de modo natural. Y esto se convirtió en una insana obsesión. Francisco, de joven, la consolaba. Gloria vivía deprimida.

Vio a su tía Amanda llegar al barrio Villa Celina, en donde Gloria y Francisco vivían. Durante años, había recorrido provincias del norte para llevar la palabra de Dios, pero en cambio, trajo otras palabras y abandonó a su antigua deidad.

La tierra, el sol y la luna regían su vida ahora; había cambiado curas por chamanes, santos por espíritus. Alicia, rodeada por un manto de invisibilidad y atravesando tiempo y espacio, vio a su acongojada madre seguir el consejo de su hermana, que incluía una promesa: tener un hijo.

En el siguiente retrato animado reconoció las versiones más jóvenes de Elba y los vecinos. Vestidos igual que en el presente, con ligeras túnicas blancas y sosteniendo antorchas, rodeando a la tía y a su madre que se encontraban en el centro de aquel oscuro y abierto lugar. La escena se volvió aún más perturbadora cuando esta presencia abstracta — que era la consciencia de Alicia — se aproximó para ver este extraño ritual en detalle, y se topó con un hombre atado de pies y manos al grueso tronco de un árbol que se elevaba desde la tierra polvorienta. A los pies de su madre había seis gatos negros maniatados que maullaban al compás de los ahogados gritos del hombre, bloqueados por una improvisada mordaza.

Con un enérgico gesto, la tía Amanda ordenó a sus fieles que comiencen a cantar, mientras sacaba de la túnica roja una daga de filo ajado.

Gloria suplicó por la vida de los gatos y apartó la mirada violentamente. Los demás gritaban más fuerte. «¡Gualichu! ¡Gualichu!».

Uno a uno, los lomos de los felinos fueron atravesados por esa daga de apariencia ancestral, lanzando profundos y agónicos maullidos que estremecieron los sentidos de Alicia. Entonces vio que su apabullada mamá ya no quería ser parte de ese rito demencial.

Daga en alto y mirando al desdichado joven aterrado, Amanda penetró su pecho con la punta, derramando la sangre cual manantial rojizo por su cuerpo, y una vez en el piso, se unió al líquido vital que manaba de los gatos asesinados.

El charco formado por sangre humana y animal comenzó a burbujear anormalmente. El movimiento pulsante dio lugar a una masa morada que tomaba forma y volumen, mientras todos gritaban y celebraban con las rodillas al suelo. Alicia no quería ver lo que de allí estaba emergiendo, pues sabía quién era. Dos extremidades largas sobresalieron y sus nervios se cargaron con carne y músculos vivos. Los pelos salían de su cuerpo y recubrían parte de su flamante carne. El horroroso nacimiento culminó con la presencia de aquel al que llamaban el Hombre Gato. Un crujiente rugido resonó en ese despejado sitio de calle de tierra, por la que crecían pastos y algunas flores, mientras Gloria miraba con estupor.

«Oh, grandioso ser enviado por Gualichu. Te traje lo que te prometí en sueños, esta es mi ofrenda para que, a través de su unión, puedan procrear a tu sucesor.»

Gloria volvió a protestar, no era lo convenido.

«Te dije que un ser de otro plano te ayudaría a quedar embarazada. Te dije que tu hijo sería fuerte, sano y con todas las características físicas de un ser humano, como su madre. Pero el pacto también dice que él o ella va a tener que gobernar en el plano de las bestias junto al padre, si querés podés acompañarlos. Así son las cosas, hermana.» Dicho esto, el horripilante Hombre Gato rasgó la delicada túnica blanca de Gloria descubriendo su cuerpo desnudo, y la tumbó a piso. Un aberrante acto sexual dio inicio ante los ojos de Amanda, los presentes y la viajera consciencia de Alicia, que ni bien vio a ese hombre — animal alojado en su madre, aplastándola con aquel cuerpo monstruoso y moviéndose rítmicamente contra ella, se alejó impresionada. Pero no pudo apartarse de los gritos de dolor que la joven mujer emitía, ni de los horribles bramidos lujuriosos de ese abominable ser.

Al finalizar, la invocada bestia acarició la cabeza de la tía Amanda con su velluda garra, y observó a la fatigada Gloria con esos ojos que ardían incesantes. «Ahora formo parte de ti. Tu cuerpo y tu mente están unidos a mí. No intentes escapar, no busques escondites porque no lo hay. No hay escollo posible que pueda funcionar contra mí. Cuando lo tengas, tráelo conmigo.»

El Hombre Gato hablaba, y era la primera vez que escuchaba esa profunda voz que inquietaba los tímpanos de quien lo oyera.

Habrá desaparecido, o se fue trepando las paredes, pero al salir la tía Amanda llevando a la exhausta Gloria junto al resto de los fieles, esa criatura de piel gris y cortada por arrugas ya no estaba.

Pasaron nueve meses y Gloria veía la imagen del Hombre Gato proyectada en espejos, en sueños y en los lugares más insólitos. Siempre recordándole que él veía lo que ella, y sabía en todo momento en dónde estaba. El parto se realizó en su casa (siempre tuvo la sospecha que de su cuerpo saldría un ente despreciable con rasgos felinos, pero no fue así). Gloria esperó ese mismo día para confesarle lo ocurrido a Francisco. Se desmayó, volvió en sí y luego se desmayó otra vez. La veía rara, y ellos atribuían el embarazo a un conveniente milagro, lo cual acercó a Francisco a la religión de su esposa un poco más.

Lo cierto es que no lo creyó. Su mujer había sido infiel y tapaba su culpa con esta historia de monstruos del más allá. El embarazo había tocado fibras sensibles y había perjudicado su estado mental. Él no estaba mejor: de pronto, esperaba un hijo que no era de él.

Le rogó que quería tenerlo allí, y le pidió que aleje a los amigos de Amanda que iban a ir por ella. Francisco se asustó. Y confirmó el miedo de su mujer cuando vio decenas de personas congregadas bajo el edificio. Gloria dio a luz a una hermosa beba, bajo una atmósfera amenazante.

— ¡Gloria, no te escondas de Él!

Amanda gritaba a viva voz. Francisco entendió que esta mujer junto con varios de sus vecinos, formaron un culto. Y por alguna razón, querían a la recién nacida. Tomó la pistola, que era de su padre, y bajó a enfrentarlos.

— Esperame acá, vuelvo por vos y por Alicia.

Con el pulso temblando, disparó cinco o seis veces y los alejó de su familia. Pero al regresar, Gloria ya no estaba, sólo Alicia durmiendo emitiendo leves chillidos. Entró al auto y comenzó a recorrer el barrio, buscándola desesperado.

Alicia quería saber qué había ocurrido con su mamá, así que siguió sus pasos. La vio escapar de la ventana de su departamento mientras Francisco disparaba contra Amanda y sus fieles. Sus pies le pesaban como si estuvieran cargados con agua, su cabeza estaba abombada y llegó al tanque de agua, ese que se había presentado ante Alicia hace un tiempo atrás, con una manta envuelta sobre sus brazos. Subió por la escalera de caracol, desenrolló una soga y la pasó por el cuello. Reconoció los ojos brillosos del Hombre Gato apareciendo en una de las ventanas. «Tu hija», le dijo, arrojando la manta hacia él. La criatura de garras descubrió que adentro sólo había piedras, y al fijar la mirada nuevamente en Gloria, vio que su cuerpo colgaba en la cima, balanceándose sin vida.

Francisco pasó por ese mismo lugar en donde las personas se agrupaban para ver el cadáver.

— ¡Francisco!

Julio, su amigo de la infancia, casi se tira encima del auto.

— Pasó algo terrible, lo siento tanto…

Lejos de atemorizarse, el esposo de Gloria salió del auto y se acercó al taque de agua. La garganta se le inundó de pena al ver a su mujer colgada.

— Tenés que irte de acá…Amanda… Esa mina está loca… Quiere a la beba… — Julio también estaba conmovido. Sacó la billetera y le dio una carta. — Gloria me dio esta carta hace un tiempo. Me contó de qué se trataba, y si no te la di antes es porque me parecía un delirio. ¿Te acordás que te dije que la notaba rara, y vos me dabas la razón? Hablaba del Hombre Gato, de un rito, de que el Hombre Gato le iba a arrebatar a su hijo, porque era suyo… Pero en todo esto hay algo cierto. Amanda está buscando a la nena. Así que llevala lejos de acá.

La carta decía exactamente eso. Que, llegado el momento, él debería esconder a su hija lejos de Villa Celina, y que para librarse de la presencia del Hombre Gato, ella debía quitarse la vida.

Abrumado, vio a Amanda acompañada de fieles corriendo hacia él. Estaban armados, aunque la advertencia de la hermana de su difunta esposa era: «No disparen, que lleva a la hija de Él.»

Arrancó el vehículo mirando con preocupación a Alicia. Dejó la pesadilla atrás, de esas que dejan pesadas mochilas por el resto de la vida. Pero el golpe seco sobre el techo de su auto lo alertó de que algo más lo perseguía. Por la ventanilla abierta se introdujo una monstruosa garra afilada cubierta de pelo negro. Buscaba su cuello, y tenía la sensación de que si esa cosa apenas lo rasgaba, acabaría con su existencia. Un grito de locura salió de su boca y volanteó violentamente, sintiendo el paso de esas garras en la parte de arriba de su auto. Estaba seguro de que podría haberle causado un accidente fatal, incluso podría haber clavado sus garras en la garganta y acabar con las dos vidas… Pero observó a la niña y claudicó, permitiendo que el auto continúe con su marcha.

Una desvaída nube recubría la visión de Alicia, y poco a poco, las figuras volvieron a adquirir su nitidez. Elba, Eugenio, la mujer obesa, la pareja de ancianos y una decena de personas de blanco seguían los pasos de Amanda. Asimismo, Amanda era guiada por el implacable liderazgo del Hombre Gato, sujetando el peso de Alicia con uno solo de sus monstruosos, nervudos y grises brazos. La criatura trepaba hábilmente por el árbol ubicado en el medio de esa despejada calle de tierra y pasto. A lo lejos se distinguían humildes casas, ajenas a lo que estaba ocurriendo. No tardó mucho en reconocer el lugar: era el mismo que apareció en ese hipnótico viaje al pasado, el mismo árbol en el que mataron gatos y a un hombre para solicitar la presencia del Hombre Gato; el mismo árbol de sus sueños, ese que despedía una luz por encima de la copa.

No podía acostumbrarse a la perturbadora imagen de la bestia estirando sus largas extremidades para apoyarse en una rama y luego en la otra, dejando abajo al resto de los presentes.

— Estén atentos, Él entrará en trance para abrir el portal. Nuestro deber es que la ceremonia finalice sin inconvenientes. Tómense las manos. Eso es —Amanda suspiró y cerró los ojos, ignorando murmullos que no provenían del grupo que ella lideraba. «¡El Hombre Gato!» Exclamó un vecino del lugar, señalando hacia las ramas. La puerta de una casilla se abrió y confirmó la presencia del Hombre Gato alzando la cabeza.

En lo más alto del árbol, el monstruoso padre de Alicia tensó y estiró el cuello. Repugnada por lo que veía — y extrañamente familiarizada con él —Alicia notó que una bola sólida se formaba en su grisácea y reseca garganta. Y esta comenzó a ser expulsada a través de su boca, abierta y desproporcionada, en forma de humo rojo. El brazo que la sujetaba se encontraba inmovilizado, igual que todo su espantoso cuerpo, pero la retenía fuertemente. El otrora par de ojos brillantes se tornaron blancos, ausentes.

Era como una infernal estatua posando entre las resistentes ramas. La cálida brisa nocturna apenas agitaba los negros pelos ásperos que nacían de su espalda, brazos y piernas. Alicia escrutó nuevamente la boca separada y provista de afilados y delgados colmillos, despidiendo esa humeante sustancia que, poco a poco, cambiaba su coloración alcanzando un tono negro que se confundía con el cielo nocturno. Comprendió al instante que mientras su bestial padre estuviera despidiendo vapor de su boca, se encontraría vagando lejos del plano físico. Forcejeó otra vez para apartarse del brazo que la envolvía. Se aferró del antebrazo peludo sintiendo un escozor en el cuerpo, y con toda la fuerza centrada en sus manos, logró formar un espacio entre ella y aquella grotesca y poderosa extremidad. Se deslizó por debajo de esta y se desplomó con un alarido sobre la tierra polvorienta. Inmediatamente escuchó a su tía: «¡Que no escape!».

Aprovechó la velocidad y elasticidad que, en gran parte, le confería su juventud, y la empleó para tomar ventaja de las personas que respondían a Amanda; claro, Alicia nunca fue una chica de realizar actividades que requerían de esfuerzos físicos, ni siquiera cuando una compañera de la Facultad, que hablaba mucho y razonaba poco, prometió diseñarle una rutina de ejercicios que moldearían su «insulsa y desgarbada figura». «¿A vos te sacaron de una publicidad de Sprayette?» le respondió aquella vez, totalmente desinteresada de la propuesta y con esa involuntaria ofensa dirigida a su apariencia deslizándose por el costado y desapareciendo de su vista. Alicia no era una joven atleta, pero tampoco se necesitaba demasiado contra viejos y viejas enredándose en sus propias túnicas traslúcidas, con movimientos pausados y torpes.

Eludió el intento de un hombre corpulento de atraparla, corriéndose de lado, y embistió a una mujer para arrebatarle la antorcha y golpearla con ella. Un par de manos más fuertes de las que esperaba rodearon sus muñecas y echaron sus brazos hacia atrás. Era su tía.

— ¡Alicia, tenés que cumplir con tu mandato! No hay lugar para esconderte. El hombre que te arrebató murió, tu mamá también está muerta. Tu vida es junto con Él. Fuiste engañada por Francisco desde siempre. Llegaste hasta acá y encontraste lo que siempre se te negó: verdad.

Alicia echó el codo hacia atrás y lo impactó contra el estómago de su tía. Echó a correr presurosa, volteando cuando oyó disparos dirigidos hacia el árbol. «¡Está ahí, ahí lo veo!» «¡El Hombre Gato, metan a los chicos adentro!»

A los balazos, los gritos anunciando la presencia del Hombre Gato y la tía Amanda ordenando la búsqueda de Alicia, se sumó la sirena del patrullero de la policía que rodeaba la zona con pasmoso ritmo. Corrió en sentido contrario a un conjunto de vecinos, algunos armados, cuya carrera finalizaría bajo el árbol, área particularmente concurrida debido a los extraños sucesos… En efecto, algunos estaban armados, pero otros no eran de allí, portaban cámaras de televisión y micrófonos. Salieron de una camioneta con el logo de Crónica Televisión.

Empezó a meterse ligeramente por estrechos pasillos pedregosos, de tierra, cercada por casillas por las que salía gente y acompañada por los gritos de Elba, Amanda y la mujer gorda que se separaron por diferentes corredores para llegar a ella. Un alarido resonaba más que los demás; por la cercanía, pero también por manifestar una intensidad desenfrenada.

— ¡Alicia! ¡Volvé, amiga, voy a llevarte con tu papá!

La voz provenía de las alturas: el desbocado Eugenio pisaba pesadamente los techos de chapa de las sencillas viviendas, con sus piernas huesudas trastabillando y siguiendo a la joven hija del Hombre Gato. La proximidad del sonido que emitían las chapas era cada vez más evidente. Alicia soltó un fatigado jadeo al sentir sobre su espalda el peso de Eugenio aterrizando sobre ella. — ¡No voy a lastimarte, voy a unirte con tu familia!

Ambos rodaron por el suelo, y Alicia estiró su pie pateando el rostro de Eugenio. Lo sorprendió, y le dio tiempo a levantarse y tomar un pasadizo que se abría a su izquierda. Su corrida era un débil trote, y no realizó muchos metros hasta que una pequeña mano se aferró de su brazo y la arrastró hacia él.

— ¿Sos vos? — Un chico con peinado raya al medio la miró desconcertado. Alicia lo reconoció al instante, pero la mente cargada de fantasmas en esa noche eterna la traicionaba al momento de recordar su nombre.

— ¿Nicolás?

— No, Matías. ¡Vení, entrá!

Abrió la puerta de una humilde vivienda y cerró la puerta luego de asomarse para confirmar que nadie los seguía. Alicia hizo una breve inspección por la casa, adornada por figuras y estampitas del Gauchito Gil. Sus piernas se aflojaron del cansancio y Matías le acercó una silla. Algo rechinaba en el fondo, y al rato, una señora mayor en silla de ruedas se unió al dúo.

— ¿Qué es esto? ¡Te dije que no salgas, afuera es un quilombo!

— Es una amiga, abuela. La que te dije que me ayudó cuando el que se disfrazaba de Hombre Gato me quiso lastimar. Está en problemas.

Alicia no podía confiar ni siquiera en ese chico que no superaba los once años. La mayoría de las personas que conoció desde que llegó a Villa Celina estaban involucradas, de una u otra manera, con el horror traducido en una bestia que la perseguía para llevarla con él.

— ¿Dónde estoy? —preguntó con la voz pausada y débil.

— Las Achiras. Un barrio que forma parte de Celina —contestó Matías.

— Villa Celina… —Alicia echó la cabeza hacia atrás, dejando que su largo cabello recubra el espaldar de la silla. — Tuve que venir hasta acá para llevarme el peor trauma de mi vida, para enterarme de que mi mamá se ahorcó y no murió en el parto… Y que soy hija de un Hombre Gato —acabó dando una risa irónica, casi siniestra. Matías pensaba que divagaba, que estaba loca. Pero su abuela afinó el oído para volver a escuchar.

— ¿Qué dijiste, nena? ¿Vos sos la hija de Él?

Alicia se incorporó en estado de alerta. — ¡Ustedes están en todos lados! —corrió hacia la cocina, separada del living por una cortina, y tomó un cuchillo, mientras la mujer en silla de ruedas intentaba calmarla.

— Tranquila, tranquila, no estoy con ellos… Estuve. Pero pasó mucho tiempo.

Alicia bajó el cuchillo. La abuela de Matías la miraba con la devoción que lo hacía su tía Amanda, Elba, Eugenio y los demás vecinos que conoció en el edificio veintiseis.

— Entonces, por eso está acá, en el mismo árbol que le dimos vida —la vieja hizo un recorrido por el pasado. — No puedo creerlo. La hija de Gloria y de Él.

Matías escuchaba estupefacto y miró a Alicia. — Te dije que mi abuela conocía muy bien al Hombre Gato.

La vieja se inclinó hacia adelante. — Conocí a Amanda en el norte, le di todo el conocimiento de nuestros ancestros. Buscando abundancia para nuestras vidas, contactamos con los espíritus antiguos. Al que conocieron luego como el Hombre Gato había que ofrecerle algo de su interés antes de que nuestra suerte florezca. Se metió en los sueños de tu tía Amanda, exigiéndole un heredero en el plano de las bestias. Nadie, por más abundancia que nos prometa, se hubiera sometido en cuerpo y alma a Él. Necesitábamos a una mujer que estuviera dispuesta a eso. Y encontramos a tu pobre mamá, dando cualquier cosa con tal de tener un hijo. Tomamos la oportunidad, aunque nunca le dijimos exactamente de qué se trataba. Y creeme que una cosa es haber hablado con él en sesiones que unían los sueños y la realidad… Pero otra cosa fue verlo salir entre la sangre y tomar a tu madre. Recién ahí me di cuenta que habíamos hecho algo malo, demasiado malo e imperdonable. No lo niego, la ambición desmedida de Amanda robándome el liderazgo ya había socavado mi fe . Pero esa noche, apenas lo vi brotar de la sangre en el piso, percibí que esta tierra se maldecía con su presencia. Después de eso, tu tía empezó a tener mucha suerte con la herboristería, abrió sucursales por todos lados. Yo me alejé, arrepentida por haber participado de esto, y acá estoy… Postrada en una silla de ruedas. Soy descendiente de querandíes, y ellos me acercaron la daga que da vida a ese ser. Lo recibí como reliquia, jamás me hablaron de su poder, pero yo investigué, y supe cómo hacer el ritual —la abuela de Matías abrió la cortina de la cocina, y emplazada en la pared se encontraba esa daga añeja, de filo irregular, que Alicia había visto en el viaje temporal que había realizado cuando el Hombre Gato clavó su uña en la cabeza.

— Así como lo trae, lo puede devolver a su plano. Pero, ¿quién sería capaz de acercarse hasta él sin recibir ninguna herida? Es tan rápido, tan peligroso.

— ¡Miren!

El chico de raya al medio se apoyó sobre la mesa y estiró el brazo, señalando la imagen del televisor.

VILLA CELINA
PRIMICIA DE CRÓNICA TV
GIGANTESCO HOMBRE GATO ATERRORIZA A LOS VECINOS

Alicia miraba la placa roja con indiferencia. — No me voy a ir con esa cosa. Prefiero morirme antes, como hizo mi mamá. Prefiero morir o matar, en todo caso —. La anciana postrada la escuchó y asintió con la cabeza.

— Es que no tenés otras opciones: o matás o te matan, o las dos cosas. No vas a poder esconderte acá, te van a encontrar. Cualquier vecino que te haya visto entrar a esta casa, y que no tenga mucha simpatía conmigo, puede darle información.

Sombras provenientes del exterior atravesaban la pequeña propiedad. Breves murmullos y personas agrupándose.

EL HOMBRE GATO ESTÁ OCULTO EN LA COPA DE UN ÁRBOL

El cristal de la ventana explotando en pedazos provocó un griterío generalizado dentro de la casilla. Y en una demostración de increíble elasticidad, Eugenio entró por esa pequeña abertura con la flexibilidad de una rata, enseñando su desagradable sonrisa, de dientes desparejos y amarillentos, al ver a su querida Alicia.

— ¡La encontré! ¡Está acá!

Tras el anuncio, Amanda, Elba, la mujer obesa y pintarrajeada, la pareja de ancianos y algunas personas más invadieron el lugar.

— El portal está casi listo. Vení con nosotros, Alicia. Por favor —le pidió su tía.

— ¡No!

Amanda se apresuró para sacar un cuchillo y apoyar el filo sobre la garganta de Matías.

— Vas a venir. O le corto la garganta a este mugroso, y sigo con esa vieja traidora. ¿Cómo estás, Delia? Tanto tiempo sin vernos. Perdón, vine de visitas sin avisarte.

La abuela de Matías la miró severamente. Amanda estaba mostrando su peor faceta.

— Ali, esto tomalo como una prueba. ¿Realmente sos capaz de sacrificar la vida de un nene y una vieja inválida por tu infantil orgullo? Vos sos más que eso, y lo sabés.

Alicia le dio la razón a su tía. — Es verdad, no voy a sacrificar a nadie. Bajá el cuchillo. Voy a ir con ustedes, pero dejen en paz a estas personas.

Hombres y mujeres de blancas túnicas salieron pacíficamente de la casa junto con Amanda. Esperaron a Alicia afuera mientras se despedía.

Inclinó levemente la cabeza para saludar de forma distante a la mujer en silla de ruedas. Con Matías fue más demostrativa, dándole un cálido abrazo. — Muy rico el Naranjú —le confesó.

Atravesó oscuros pasillos de tierra, casillas similares a la de Matías, habitantes de Las Achiras que iban o venían contando las novedades del Hombre Gato como si fueran una extensión de Crónica TV. El recorrido que inició para saber su origen la trajo a Villa Celina, y el recorrido realizado con el fin de apartarse del mundo que conoce, para introducirse en un plano ajeno y desconocido junto a su monstruoso padre, la dejó en el árbol que vio el nacimiento del Hombre Gato, unos veinte años atrás. Su cuerpo se confundió con el de los vecinos reunidos, que vociferaban su indignación contra la policía.

— ¡Se tomaron el palo! Dicen que no veían nada.

Lo cierto es que las ramas actuaban como una improvisada fortaleza, y la silueta imponente del Hombre Gato se perdía entre la noche y la oscuridad insondable de la esfera vaporosa que flotaba detrás suyo y soltaba inquietantes ráfagas de viento desde el interior; la entrada hacia el otro plano.

Con la mirada perdida y resignada, Alicia alzó la cabeza y pasó por la multitud como un espectro, siendo observada por rostros desconcertados. Sus manos tocaron el áspero tronco y comenzó a subir.

La abuela de Matías ordenaba nerviosamente la casa, luego de las inesperadas visitas. El sonido de pequeños cristales llamaron su atención. «habrán caído los pedazos rotos de la ventana», pensó con lucidez. Pero lo cierto es que su nieto había escapado por esa misma abertura, ignorando — una vez más —las advertencias de su abuela. Fue hacia la cocina y descubrió que Matías no se había ido solo: la daga ubicada sobre la pared no se encontraba.

Más cerca del árbol, un sólo policía seguía rondaba el lugar. Luego de la detención de su hermano y de su posterior muerte algunas horas atrás, al oficial Moya le dieron el pésame y lo mandaron a descansar por unos días. Lejos de eso, vagaba rabioso y drogado por el barrio buscando a la causante de su dolor; la culpable del fatal destino de su hermano, el lunático disfrazado de Hombre Gato.

No le resultó muy difícil localizarla: a pesar de ser una chica de barrio, resultaba una completa foránea dentro de Villa Celina. Vestía su uniforme, lo que le sirvió para confundirse con el resto de sus compañeros que estuvieron por la zona; aunque se encontraba irreconocible con su demacrado semblante y las ojeras marcadas.

— Ahí estás, hija de mil puta…

Dadas las precarias condiciones en las que se encontraba su cabeza, no le resultó raro verla subir por el concurrido árbol, dirigiéndose a la copa.

Volvió a ver esos ojos brillantes frente a ella. El terrible Hombre Gato extendió su brazo cubierto por pelos negros y le tomó la mano. — Es tu destino. Vamos —le dijo, con esa voz intensa que estremecía los oídos.

«Mi mamá tomó la decisión correcta. Intentó alejarme del Hombre Gato, y Francisco… Mi papá, dio su vida para protegerme. No puedo dejar que gane».

El soplido que salía desde el interior de esa esfera humeante no le permitía escuchar con claridad. Pero bajo sus pies, una voz la llamaba. «Alicia, Alicia…». Por un momento, alejó la mirada del portal y del Hombre Gato para encontrarse con Matías, que estiraba la mano, haciendo equilibrio en una de las ramas, para alcanzarle la daga. Había cobrado una valentía sinigual apenas tomó el mango de aquel puñal ajado; la utopía de creer que podía escapar de ese negro destino se volvía posible, como si los recuerdos de su madre y Francisco hubieran materializado una esperanza en forma de daga.

— No pudiste con mi mamá, y no vas a poder conmigo tampoco… —dijo entre dientes, antes de hundir profundamente la daga en el pecho gris de la bestia. Un gruñido de desconcierto salió de las entrañas, tiró la cabeza hacia atrás retorciéndose por un dolor incomprensible, las garras se habían expandido y mostró sus afilados dientes con una horrible mueca. Sus músculos se contraían, se tensaban, y finalmente, cayó de espaldas, siendo absorbido por el portal que se cerró inmediatamente después de su ingreso.

Observó el puñal ensangrentado. El monstruo ya no estaba ahí, sólo ella en la cima del árbol, sus pies sobre ramas gruesas sostenían su ligero peso. Estaba sola, el portal negro se había esfumado y ahora todos podían verla con claridad desde el suelo. Moya también la veía y le apuntó con rabia. La bala disparada viajó fugazmente, atravesando el aire y depositándose en el pecho de Alicia, arrancando piel, músculos y vida. El cuerpo de Alicia Vega se desvaneció, rompiendo algunas ramitas y chocando contra el suelo.

Eugenio fue el primero en gritar, descorazonado, explosivo. Había encontrado un cómodo lugar sobre la chapa de una casilla que le permitió ver la muerte del Hombre Gato y, segundos después, la de Alicia. Pero recién se estremeció cuando vio a la chica caer por un certero disparo en el pecho.

Moya corrió apenas la bala cumplió su fatal cometido, pero Eugenio lo alcanzó, sin darle tiempo a volver a desenfundar su arma reglamentaria. Cayó encima de él como un animal. El policía devenido en asesino vio muecas desorbitadas de un hombre con ojos saltones y fuerza desmedida que, a pesar de sus toscos y brutales movimientos desenfrenados, consiguió arrebatarle el arma y castigar el rostro con la culata repetidas veces. No iba a detenerse hasta que sus facciones desaparezcan y den lugar a una pulpa sanguinolenta.

Cerca, Amanda apartaba gente a los empujones.

— ¡Déjenme pasar, soy la tía!

Confirmó la muerte de su sobrina con lágrimas brotando repentinamente de sus ojos, y derramándose sobre el rostro inexpresivo de Alicia. A pesar del dolor, tomó la daga que yacía al lado de la joven fallecida y la escondió entre su túnica de color rojo. A lo lejos, oyó los gritos de Eugenio y partió hacia el lugar en donde provenían.

Matías logró acercarse lo suficiente, y vio por última vez a la extraña joven de aspecto sutilmente dejado, que se había convertido en una especie de amiga por una noche; la peor de las noches.

La cara de Moya estaba bastante desfigurada, pero Amanda impidió que el impreciso y violento ataque prosiguiera.

— No lo mates. Vamos a necesitar de él —le dijo a Eugenio, tomándole el brazo que sujetaba el arma.

La televisión dejó de hablar del Hombre Gato, y poco a poco, los habitantes del barrio (o buena parte de él) volvieron a su rutina; los casuales, los que la tragedia les pasó por el costado, los que siguieron el caso tomando distancia, rápidamente olvidaron el revuelo que significó aquella noche. Otros, los testigos y partícipes de este singular caso, vieron sus vidas, en muchos aspectos, transformadas.

Cada mes, Matías visitaba el sepulcro de Alicia Vega, y ese día, se cruzó con Julio en dicho lugar apasible y sereno. El amigo de la familia descubrió quién era el que dejaba esas golosinas congeladas en la tumba, cuando vio al pequeño sacar de una bolsa transparente un Naranjú y dejarlo sobre la tierra del cementerio.

Otra ceremonia menos habitual ocurría en un territorio descampado, perteneciente al Mercado Central. Figuras blancas lideradas por una femenina silueta roja entonaban cánticos que no conseguían tapar los maullidos de los gatos amarrados. Amanda, la mujer de rojo, acercó la daga al corazón del hombre condenado, que expulsó un desesperado y último alarido.

Autor: ZUHAIR (fan del blog)

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