«Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para dominarlos a todos».
Suena como una película del señor de los anillos, pero era una charla entre amigos que se fue un poco de tema y Anibal quiso bromear acerca de la situación de Rubén, que se estaba por casar con sus jóvenes veintiocho años.
Como cualquier otro hijo de vecino, Ruben había crecido en una familia de clase media y había trabajado de chico con el padre en el taller automotor que tenía en la calle Montevideo, ciudad de Chivilcoy, en Argentina.
Durante su adolescencia, se puso de novio con una chica del barrio, con la que también compartieron la escuela secundaria.
Los años de su esplendor fueron esos, durante los quince y los veinte años. Nadie le decía lo que tenía que hacer, ganaba algo de dinero para gastarlo en lo que quería los fines de semana, y estaba de novio con su querida Juana.
Ya habían pasado varios años, y consigo el tiempo dejó atrás la próspera vida que estimaba con nostalgia. Ahora Ruben se interpelaba todo el tiempo, preguntándose si lo que estaba haciendo era lo correcto. No tenía idea porque se casaba, siendo él mismo el que le propuso matrimonio a Juana, luego de diez años de noviazgo.
Los amigos de siempre seguían allí, cada cual en la suya, pero siempre en el pueblo, de allí no se fue ninguno. Era tal la confianza generada entre Ruben, Juana y los amigos de Ruben, que hasta había tiempo para mofarse de ella asegurando que estaba embarazada, ya que le gustaba comer más que a Ruben y se notaba en su apariencia física.
Faltaban tres días para el casamiento y Ruben llega a la casa de unos amigos, donde cocinarían un cerdo.
− Se te ve nervioso Ruben, o estás muy cagado? Le dice Martín, un amigo que no era muy agradable, con sus 120 kilos y las manos engrasadas.
− Dejame de joder boludo, no tengo ganas de venir a comer con ustedes y que el único tema de conversación sea mi casorio. Contestó Ruben.
Se lo veía extremadamente inquieto y con ciertas dudas con el protocolo eclesiástico al momento de consumar matrimonio. Cuando se tomó unas copas demás, repetía que estando en el altar iba a hacer cualquier cosa y le iba a salir todo «para la mierda».
Llegado el día, se reunió familia y amigos en la Iglesia Monte Viggiano de Chivilcoy. Juana arribó de la mano del padre con un hermoso vestido blanco y corto, a diferencia de los tradicionales atuendos para estas ocasiones.
Él la esperaba en el altar, y miraba de reojo a las primeras filas de bancos en la Iglesia, en la que se encontraba su familia, y en las próximas dos, siete de sus amigos, expectantes y emocionados al ser el primero del grupo que case.
El cura comenzó a hablar y Rubén y Juana se tomaron de la mano. Antes de que pueda terminar con el monólogo tradicional que termina en el conocido «Los declaro marido y mujer, puede besar a la novia», Rubén enloqueció de forma insólita. Levantó la vista y observó la Iglesia, y se dio cuenta que no era un lugar para él.
Miró a Juana y le dijo:
– Mi amor, vos sos una santa. Pero yo no. No entiendo que hago en este lugar, prefiero que nuestro matrimonio sea en otro lugar, como en el taller de Papá, o en la casa de tu abuela Chicha, comiendo ravioles. Esto no es para mí, estoy siendo un pecador en potencia si consumamos en este lugar.
Juana omitió con la cabeza y dijo que le parecía bien, si el estaba incómodo. Entonces le dio ánimo para que Ruben se de vuelta en el altar y notifique a los allí presentes:
− Los veo aquí reunidos y me genera mucha alegría, pero lamento decirles que no van a poder escuchar que seremos marido y mujer en este recinto. Mañana al mediodía los esperamos en el taller de mi Papá en la calle Montevideo. Haremos un costillar de ternero y beberemos vino en caja. A los que les parezca bien, están invitados. De lo contrario no vayan.
Los amigos se miraron incrédulos, y al unísono levantaron las manos y abrazaron a Rubencito. Que se acobijó ante la mirada penetrante y desaprobatoria de los tíos y la gente mayor que ocupaba los bancos en la Iglesia.
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