Hubo una vez una tortuga que estaba muy descontenta consigo misma. Odiaba su piel arrugada y rugosa, que no era tan suave como el pelaje del león, ni tan vistosa como las plumas de algunos pájaros. No le gustaba tener que caminar siempre tan lento, mientras que otros animales como los zorros y los conejos, podían escabullirse con tanta rapidez desde donde fuera.
Pero lo que menos le gustaba de sí misma, era el enorme caparazón que se veía obligada a cargar todos los días. Cierto era que le brindaba buena sombra en verano y resguardo durante el invierno, pero eso para ella era lo de menos.
¡Era tan feo y tan pesado! Si otros animales podían vivir perfectamente sin caparazones, ¿por qué tenía ella que cargar con uno?
Así, pensaba y pensaba lo mismo todos los días, volviéndose cada vez más resentida contra la naturaleza y contra otros animales, que vivían felices a pesar de sus limitaciones. Los caracoles por ejemplo, también eran lentos y contaban con un caparazón, pero ellos no se quejaban.
Cansada, un buen día, la tortuga elevó sus ojos al cielo y vio a un águila enorme, que cruzaba veloz por los cielos como una flecha.
«Qué envidia», pensó la tortuga para sí, «ojalá yo pudiera ser tan rápida como las águilas y volar sin tener que llevar este tedioso caparazón. Cuan feliz sería mi vida».
Entonces se le ocurrió una idea. A gritos, llamó al águila para que bajara a verla y el ave, extrañada, acudió. Una vez que la tuvo enfrente, la tortuga le pidió si podía tomarla con sus garras y elevarla para poder ver el cielo. Aunque le pareció una petición extraña, el águila accedió.
Incrustó sus garras bajo el caparazón de la tortuga y emprendió el vuelo.
Y ella se maravilló al ver todas las montañas, los lagos y bosques que parecían tan inmensos desde ahí arriba. Se impresionó al sentir lo rápido que iba.
—Que suerte tienes —le dijo le tortuga al águila—poder volar de esta manera, ¡ojalá yo también pudiera!
—Las tortugas no están hechas para volar —dijo el águila—, la naturaleza sabe por qué hace las cosas.
—¡Qué va a saber! Es injusta, ¿por qué algunos animales tenemos que conformarnos con ser lentos y tener caparazones tan pesados, mientras que otros pueden volar y ser majestuosos? ¡No me parece justo!
—Tu caparazón es muy útil y fuerte, ya quisieran otros animales contar con tal protección.
—¡Es injusto, es injusto!
Cansada de escuchar las quejas de la tortuga, el águila se cansó y la dejó caer en ese instante, haciendo que ella se diera cuenta del error que había cometido. Pero era demasiado tarde.
Al chocar contra el suelo, su caparazón quedó destrozado y ella murió.
El águila, satisfecha, pensó que ese era un final adecuado para alguien que no había sido agradecida con los dones que le había dado la naturaleza. Pues esta vez, ese caparazón del que tanto se quejaba, no había podido salvarla como otras veces.
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