Este era un toro enorme y de cuernos muy afilados, que todo el día se la pasaba jugando en el campo con sus amigas, tres pequeñas cabritas que no le tenían miedo. Esto ocurría por que los cuatro habían sido criados juntos desde que eran pequeños y desde luego, su amistad se remontaba a entonces.
Todos los días pastaban juntos, corrían de un lado a otro y por las noches se acurrucaban los unos contra los otros. La cabritas estimaban al toro y se sentían protegidas con su imponente presencia.
Se podía decir que no había nada que él no fuera capaz de hacer por ellas.
Un día, los animales se estaban divirtiendo como siempre cuando un perro vagabundo pasó cerca de ahí. El can se quedó muy sorprendido al mirar la escena que ante él tenía. No podía comprender como ese fuerte toro, con su ruda apariencia y su enorme tamaño, se contentaba con andar al lado de tres cabritillas tan insignificantes.
Pero los días pasaron y todo el tiempo era lo mismo. Para el perro, aquella situación no tenía sentido, de modo que llamó al toro cuando sus amiguitas no estaban mirando.
—Oye amigo toro, he notado una cosa y disculpa que me meta —dijo él—, pero es que no puedo entender, ¿qué haces perdiendo el tiempo con esas tres cabritas pequeñas? ¿Por qué eres amigo de ellas?
—¿Y por qué no? Nos conocemos desde pequeños —respondió el toro—, son buenas cabritas.
—Eso no lo dudo —dijo el perro—, pero es ilógico que te juntes con ellas siendo tú un animal tan grande y fuerte, que podría fácilmente darse a respetar con cualquiera. Pero eso no sucederá si manchas tu imagen jugando con esas tontas. Los otros animales pensarán que eres débil y estúpido, y se aprovecharán de ti.
—¿Tú crees? —preguntó el toro, preocupado.
—Claro. A mí no me ves jutándome con gatos torpes e indefensos, ¿verdad? Arruinaría mi reputación —añadió el perro con pomposidad.
Lamentablemente, las mezquinas palabras del perro surtieron efecto y el toro decidió alejarse de sus buenas amigas, por miedo a lo que los otros animales pudieran decir.
Ahora se paseaba solo por el campo, confiando en infundir respeto a los demás. Y ciertamente lo infundía, por qué nadie se le acercaba.
El toro comenzó a sentirse muy solo. Extrañaba a sus amigas y los ratos felices que pasaban. Ahora era muy temido por el resto de los animales, pero de nada le servía tener su respeto (infundido por el temor), si no era feliz. Comprendió que antes tenía suerte de contar con la amistad de aquellas humildes cabritas y quiso recuperarla.
Por suerte para él, ellas no le guardaban rencor y aceptaron muy gustosamente su compañía como antes. Y así, continuaron jugando todos juntos por el resto de sus días.
Y nunca más se dejó llevar el toro por opiniones ajenas, pues mientras estuviera contento y al lado de animales que lo querían de verdad, ¿qué importaba lo que los otros dijeran?
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