El norte de México es una región conocida no solo por su excelente comida y sus tradiciones, sino también por las macabras historias que se cuentan en varios de sus estados. En uno de ellos, encontramos relatos que tal vez no conozcas, pero sin duda te impedirán dormir esta noche.
Prepárate para conocer las más aterradoras y escalofriantes leyendas de terror de Durango.
El toro de los cuernos de oro
Dicen que allá por el Cerro del Mercado, en Durango, hay una cueva oculta, a la cual solo se puede acceder a la medianoche, y esto por escasos segundos. En su interior se halla colocado un magnífico tesoro, el cual nadie ha sido capaz de poseer. Esto se debe a que siempre que la gruta se abre, aparece un toro negro de cuernos dorados, que se coloca en la entrada para custodiarla.
Cierta noche, un muchacho caminaba por el cerro de camino a su casa cuando escuchó un estruendo. Era el sonido de la cueva abriéndose.
Curioso, se acercó a mirar y se encontró con el toro, que lo miraba de forma amenazadora. El animal se arrojó contra él para embestirlo, sin embargo el joven no tenía miedo. Hábilmente lo toreó una, dos veces, hasta tres veces hasta que aprovechando un descuido, fue capaz de introducirse en la cueva. Allí, se quedó anonadado al observar las inmensas cantidades de oro, plata y piedras preciosas que yacían acumulados.
Loco de alegría, se disputó a tomar cuanto pudiera para volver a casa, hasta que una muchacha muy hermosa apareció frente a él. Su piel era blanca y traslúcida, y sus ojos se veían tristes.
—Vuelve por donde has venido, porque este tesoro no es para ti —le advirtió—, si lo tocas, acarrearás una gran desgracia. Vuelve y olvidare de esta cueva.
Asustado, el muchacho decidió obedecerla y regresó a su hogar para contar lo que le había sucedido. Esa fue la última vez que vio la cueva del tesoro en el cerro, más él no fue el último que se acercó a buscarla. Muchos hombres intentaron apoderarse de sus riquezas, más ninguno lo consiguió. Algunos volvían a casa temblando de terror tras haber visto a la bestia que lo custodiaba. Otros, murieron allí mismo, después de intentar amansarla sin éxito.
Se dice que el tesoro está maldito y que aquel toro es el mismo diablo.
La piedra que arañó el diablo
En el ejido duranguense de Nogales, ubicado entre las comunidades de San José de García y Nicolás Bravo, se levanta un pequeño cerro en el cual algunos de los lugareños acuden a dejar ofrendas. Allí, se puede mirar una roca de gran tamaño, que llama la atención por mostrar unos enormes zarpazos en la superficie. Todos la conocen como «la piedra que arañó el diablo» y cuenta con una curiosa leyenda.
Cuentan que hace tiempo vivían en el ejido un hombre y una mujer que eran compadres. Ambos estaban casados pero mantenían una relación en secreto. La comadre, coqueta por naturaleza, era quien había incitado al compadre a caer en la tentación, traicionando la confianza de sus cónyuges.
Ellos acostumbraban encontrarse en el cerro, pero cada día era más difícil, pues el compadre empezaba a sentir remordimientos.
Un día, atosigado por la culpa, fue para decirle a la mujer que su aventura se tenía que terminar, más ella trató de convencerlo de que continuaran viéndose en secreto. Dicen que cuando ella lo abrazó, un viento fortísimo azotó la montaña y el sol se oscureció.
La comadre, asustada, soltó a su compadre y se persignó, pidiendo perdón por su adulterio y aferrando la cruz de oro que colgaba de su cuello.
—¡Ave María Purísima, Dios Todopoderoso, perdónenme! ¡Protéjanme!
En ese momento, apareció ante ellos un hombre alto y vestido de negro, que intentó arrastrar a la comadre por los cabellos. Ella se movió y al no alcanzarla, las uñas del desconocido arañaron la piedra en la que había estado sentada, quedando la marca de sus zarpazos eternamente.
Dicen que esa misma tarde, el compadre desapareció con aquel hombre, que era el diablo.
La comadre, arrepentida por la mala vida que llevaba, decidió dedicarse a Dios e hizo construir una capilla pequeñita en la parte más alta del cerro.
El invitado del más allá
Durante el siglo XIX, vivió en la calle Pendiente (también conocida como Calle de la Llorona), una muchacha llamada Verónica Herrera, quien pertenecía a una acaudalada familia. Su residencia era una magnífica casona con una veintena de habitaciones, tres patios centrales y corredores decorados con arcos. Acababa de cumplir sus dieciocho años cuando con orgullo anunció su compromiso con Ramon Leal del Campo, un joven apuesto y de linaje impecable.
Tanto Verónica como su familia estaban muy ocupados haciendo los preparativos para la boda. Su padre ya había dispuesto las invitaciones y mandado a decorar la decorar la casa con flores, su madre estaba pendiente de las viandas que se servirían en el banquete y ella, había ido con la mejor costurera de la ciudad a probarse el vestido de novia.
Faltaban tan solo tres días para el matrimonio, que se iba a celebrar el 5 de noviembre, cuando la muchacha acudió con sus familiares al Panteón de Oriente, como era tradición por el Día de Muertos.
Mientras sus padres dejaban flores en las tumbas de sus difuntos, Verónica se dedicó a deambular por ahí. Nunca había sido una chica de tradiciones, su frivolidad le impedía sentir respeto por esos asuntos. En su camino, se tropezó con un cráneo que había sido dejado fuera de una tumba a medio desenterrar. La joven, sobresaltada, lo miró con curiosidad y luego le propinó un puntapié.
—Te invito a mi boda, ¡no vayas a faltar! —exclamó a modo de broma, antes de alejarse riendo.
Llegó el día tan esperado por toda la familia Herrera. Verónica lucía preciosa en su vestido blanco; sus invitados no obstante, se mostraron recelosos al notar la presencia de un hombre al que nadie parecía conocer. Alto, pálido y espectralmente delgado, iba ataviado con un traje que no había sido desempolvado en años y miraba a la novia sin expresionismos.
Al finalizar la ceremonia se dirigieron todos a la residencia Herrera, en la que dio comienzo el acostumbrado vals de los recién casados. Luego la novia bailó con su padre y enseguida fue pasando a danzar con el resto de los hombres presentes, que pacientes aguardaban su turno para danzar con ella.
Cuando Verónica llegó ante el invitado desconocido, se mostró muy intrigada.
—¿Y usted quién es? Creo que no lo conozco —le dijo, mientras bailaban al compás de la música.
—Soy tu invitado especial —le contestó él, con una voz que le heló la sangre.
—No… yo no lo conozco.
—Claro que sí, yo soy la persona a la que invitaste hace tres días en el Panteón Oriental, advirtiéndome que no faltara.
En ese instante, el cuerpo del difunto se transformó en un esqueleto y cayó a los pies de la novia. Ella, a causa del susto, sufrió un infarto fulminante que la dejó tendida en el suelo, sin vida. La boda se convirtió en un funeral.
De estos hechos tan macabros han pasado muchos años, pero la gente dice que en la vieja casona de la Pendiente, se aparece una mujer joven y vestida de blanco. Se cree que es el fantasma de Verónica Herrera, que sigue tratando de continuar con la fiesta de bodas interrumpida.
La enfermera del Hospital General
En los pabellones del Hospital General de Durango, más de una persona habla acerca de una mujer que va vestida de blanco, con el uniforme que las enfermeras utilizaban hace muchos años en la misma institución. Se cuenta que es el espíritu de una empleada del personal, que siempre regresa del Más Allá para cuidar a los pacientes.
Siempre se acerca a la cama de las personas que están en etapa terminal. Ella les proporciona una muerte rápida y pacífica, al colocar una mano en sus frentes.
Cuenta la leyenda que en el pasado, esta mujer era una enfermera muy abnegada, que daba lo mejor de sí para atender a sus pacientes. Desgraciadamente su jefe era un médico que la maltrataba mucho, pues lo había rechazado cuando le manifestó sus intenciones de tener una relación con ella. El doctor volvió a los otros miembros del hospital en su contra, convirtiendo el empleo de la muchacha en un suplicio.
Un día, harta de soportar tantas humillaciones, la pobre se quitó la vida. Desde entonces, su alma vaga entre los enfermos tratando de proporcionarles alivio, con la esperanza de que Dios la perdone y la deje subir al cielo.
El confesionario que movió el diablo
Esta leyenda transcurre en 1738, durante los tiempos de la nueva Vizcaya en la capital duranguense. Juan Peréz de Toledo y Mendoza, fue un hombre muy impulsivo y vicioso en su juventud, quien harto de vivir en la más miserable pobreza, comenzó a robar y asesinar con el único propósito de obtener las riquezas que nunca había disfrutado. Todo lo despilfarraba en el juego, en la bebida y en las mujeres fáciles, hasta que nuevamente se vio reducido a un estado miserable.
Viviendo en la mendicidad, Juan invocó al diablo y le ofreció entregarle su alma a cambio de ser el hombre más rico y poderoso de la ciudad. Con este propósito en mente se dirigió a un punto en el oriente de la ciudad, en el cual dos caminos se encontraban, formando una cruz. A lo lejos, las campanas de la Santa Iglesia Catedral resonaron, marcando la medianoche y él llamó tres veces al Amo de las Tinieblas.
Una figura alta y oscura se presentí ante él y esa noche, un pacto terrible fue sellado.
De la nada, Juan impresionó a propios y extraños al convertirse en el personaje más acaudalado del estado. Siempre vestía con elegancia, disponía de fabulosas sumas de dinero y celebraba extravagantes fiestas con frecuencia, en las que atraía a todas las mujeres. Su vida fue cómoda y licenciosa, pero vacía y carente de amor.
Cuando Juan se volvió viejo, se dio cuenta de que nada de lo que había hecho había valido la pena y sintió un gran arrepentimiento. Sabiendo el destino que le esperaba, acudió a la catedral para intentar deshacer el pacto y pidió hablar con el sacerdote.
El clérigo lo recibió en el confesionario, al cual Juan se acercó de rodillas.
—Hijo mío, confiesa tus pecados.
—Padre, yo he hecho algo terrible…
En ese momento, una fuerza invisible levantó el confesionario con todo y sacerdote, y lo arrojó de manera que la puerta quedó contra la pared, dejando al religioso encerrado en su interior. Afuera, se escuchó como un rayo caía en la iglesia. Aterrorizado, trató de pedir ayuda hasta que unos compañeros lo escucharon y acudieron para sacarlo. Cuando el padre buscó al confesor se quedó helado: este se encontraba inerte en el suelo de la catedral, con los ojos muy abiertos y sin pulso. Despedía un intenso olor a azufre.
Había muerto fulminado por el rayo que había azotado la catedral.
Desde ese momento, el confesionario se consideró un lugar maldito, ya que había sido tocado por el diablo. Los clérigos lo olvidaron y eventualmente se deshicieron del mismo, colocando en su lugar un hermoso confesionario de madera, hábilmente restaurado, que hasta hoy en día decora una de las naves de la iglesia.
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