He vivido por muchos años cerca del mar, mis padres han sido pescadores y los padres de ellos también. Seguí con esta tradición en mis años más tiernos hasta llegar a la adolescencia, pues mi procreador decidió terminar con esta tradición y ofrecerme un mejor futuro mandándome a la universidad. Debido a mi afición por las actividades marítimas y a un macabro hecho que a continuación narraré, fue que no dudé en estudiar Biología Marina.

Viajábamos temprano desde nuestra humilde residencia a orillas del río San Guadalupe, mi padre no pudo ir a ese viaje con nosotros, había contraído una extraña enfermedad en la piel por el contacto con algunos peces contaminados. Para ese viaje iban sus dos ayudantes y mi difunto hermano Jonás. Aun no salía el sol cuando en la embarcación de mi padre (una lancha de motor llamada “Perdita”) uno de los ayudantes gritó al mando del bote que parara. Había visto un gorgotear cerca del peñasco que subía al oeste. Impulsados por los aspavientos del marinero, cogimos la red para pescar entre mi hermano y yo, después el otro ayudante; un flaco mulato de nombre Natividad, nos ayudó para lanzarla sobre el burbujeo efervescente que se formaba en el agua.

Apenas y las primeras líneas de claridad se asomaban cuando la red se sumergía sobre la negrura del río. No recordaba en mi muy breve experiencia como pescador hasta entonces, haber visto una cosecha tan pronta y sencilla. El único tripulante que no lucía extasiado era quien avistó el singular hecho. Un viejo pescador apodado Charales, en su cuarteado y bronceado rostro se dibujaban los pliegues de una angustiada expresión, algo no iba bien; pero nosotros no reparábamos en ese hecho, solo pensábamos en regresar pronto a casa.

Cuando determinamos halar la red para recolectar el botín, advertimos cierta resistencia del producto. Entre los cuatro tripulantes y con un extra de fuerza logramos trepar la red cargada de animales al “Perdita”. Como nunca vi, al abrir la malla, los pescados se desparramaron a lo largo del suelo de la lancha. Brillantes y plateados cuerpos se contorsionaban en busca de volver al agua. Escaneaba la hermosa alfombra de pescados que copaban el bote, cuando con horrible espanto, un pez amarillento desentonaba de forma inquietante y obvia ante el asombro de nuestros semblantes.

Al principio pensé que era un pescado de dimensiones superiores, de naturaleza horripilante y diferente a cualquier especie que haya visto. Después pude apreciar que su volumen no era siquiera similar a las especies conocidas que habitaban el río Guadalupe; el color de este extraño objeto era amarillezco, tenía forma semi-redonda y poseía facciones inquietantes. Ojos acuosos y enormes llenaban casi todo el frente, resultaba imposible observar su mirada, pues esta producía horror y nausea. Unos labios carnosos e inflamados colgaban de forma antiestética, dejando a la vista una hilera de finos y afilados dientes. Puedo asegurar con soltura que era una cabeza decapitada, algunos pescados aún se alimentaban de la carne expuesta en el cuello cercenado.

El abominable rostro causó profunda impresión en mi hermano Jonás, no soportó la inerte mirada del extraño espécimen; con torpeza y asco tomó la cabeza por donde se suponía habría orejas y la devolvió al mar. Escuché el chapoteo seco que produjo el peso del objeto, salió a flote y comenzó su lento recorrido cada vez más lejos de nosotros. Por dentro sentí gran pena de privarme de tan inaudito descubrimiento que, como reacción natural y casi instantánea, salió de lo más profundo de mi estómago, un sonoro y colérico: “¡MARICÓN!”. No recuerdo si él me contestó algo, seguramente lo hizo; el hecho aquí es que jamás aceptó que fuera una cabeza o algo extraordinario, sostenía que era un espeluznante pescado, y que la fealdad del mismo le provocó tanto pavor que prefirió arrojarlo de vuelta al mar, a seguir siendo alimento de los atunes.

No pude borrar de mi mente ese vil rostro de pez, que cuando estudié mi carrera traté de conocer las muy diversas especies existentes en la fauna marina, tratando de encontrar alguna que tuviera similitud con la atrapada esa mañana en el río San Guadalupe. Devoré libros, investigué en bibliotecas especializadas en marítima y excursión náutica, escarbé en los recovecos de la fauna marina documentada y poco estudiada. Nada similar a esos ojos enormes y con poca separación en la parte de enfrente de un rostro semi-humano.

Había encontrado estudios de especies en las cavernas marítimas de las fosas de las Marianas, en donde algunos peces habían evolucionado de tal forma que parecían alejarse cada vez más de las formas anatómicas tradicionales, pero la imposibilidad de llegar a esas profundidades dificultaba el trabajo de investigación de estas y muchas más especies que jamás habían sido vistas por el ojo humano.

Bien es cierto que, con el tiempo y estudios descubrí que existían especies que sufrían de exagerado gigantismo y fealdad indescriptible, la zona abisal era ocupada por animales que aún no se descubrían y podrían bien pasar por creaturas marítimas mitológicas. Tal vez Jonás tenía razón, pero ¿Qué estaría haciendo un animal de seis mil metros de profundidad en un rio?

Llegó un momento en que me saturé de tanta información que decidí darme un descanso y para relajarme busqué un tipo de lectura más sencilla. Recuerdo que encontré un libro de pasta maltratada en la zona de literatura y ficción. El título del ejemplar era “Mitos y Leyendas de Pescadores”.

Era una colección de historias de pescadores de diferentes partes del mundo, en donde relataban tradiciones y fabulas que habían heredado de sus abuelos. La lectura era amena, pero sentía que, con cada capítulo, la temática se tornaba cada vez más oscura. Llegué al punto de leer con horror un capitulo llamado “Los que viven en las sombras del mar”.

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Pescadores de la zona del caribe, al sur del continente, narraban que cada año en la temporada baja de pesca, los marineros recurrían a viejas tradiciones para lograr subsistir en ese periodo tan complicado. Creían en ancestrales ritos que los más viejos les habían enseñado, pues el mar es sagrado y es un mundo paralelo al nuestro, nos alimentamos de él y él mar exige alimentarse del nuestro también. No se satisfacían con animales, pues ellos lo son también, exigían a cambio y en forma de tributo, especies que les cazaban en cantidades desproporcionadas y en forma deliberada para su consumo, era el equilibrio justo y demandaban que se cumpliera; no en la misma medida, pero sí de forma considerable.

Los vetustos saberes científicos reconocen que el mar y sus habitantes son más viejos que la existencia terrenal misma, y ha conservado escondidas a innumerables especies fantásticas desde hace muchos eones. Parecían existir remotos acuerdos entre ambas sociedades y que, gracias a ciertos grupos de pescadores, marinos y estudiosos de las profundidades, esta línea se había mantenido delgada pero estable a lo largo de la vida seglar. Nadie ha querido que los seres abisales salgan a la superficie a reclamar lo que consideran un equilibrio justo. La lectura narraba que los pocos que han visto a estos seres los describen como horribles híbridos entre humano y pez. Pocos, muy pocos han conservado la cordura ante estas terribles imágenes de locura, describen un fétido olor a humedad previo a su llegada; en ese libro impreso en 1961, solo se tienen documentados dos sucesos.

En el primer siglo de la era actual, la emperatriz Zingo, obligó a todos los pescadores japoneses, en época de pobre cosecha; a usar en sus anzuelos carne humana en vez de granos. Los restos mortales eran en su mayoría de voluntarios sacrificados o infelices condenados a pena capital. Se decía que lo recolectado era basto y suficiente para alimentar a un cuarto de la población en tan solo una semana de pesca. Cuando la emperatriz murió, su sucesor encontró terrible y deshumana esta labor. Prohibió y penalizó la macabra actividad, derrumbó viejos altares dedicados a los abisales e instó a no seguir hablando de costumbres paganas.

Una noche de otoño, el mar se replegó. Nadie se dio cuenta pues todos dormían, el olor insoportable a podrido despertó a los habitantes de la bahía. Un temblor catastrófico e hileras de luz golpeando al alejado mar, eran preámbulo de una gran ola que devoró la costa Este de Japón, no tuvieron tiempo de reaccionar. Cuando se inició el penoso proceso de recuperar los cadáveres, muchos de ellos fueron imposibles de ser identificados: rostros semi-devorados con la carne carcomida hasta los huesos. Las voces no se hicieron esperar y el horror de saber que habían sido visitados por los que habitan en las sombras del mar se esparció como polvorín.

Un suceso previo se dio hace 300 años antes de Cristo, no hay mucho que decir al respecto, solo viejos escritos en donde se relataba la visita de los señores del mar. Haciendo caer en desgracia y locura a todos aquellos que los miraran a los ojos, pues sus formas eran repulsivas y su olor enfermizo. Los abisales dominaron las costas por años, hasta que hubo tregua, y volvieron a las profundidades. Podía el hombre alimentarse de ellos, pero ellos también podrían alimentarse de nosotros, era el Pacto de Alianza. El hombre aceptó, empujado más por el deseo de librarse de esas figuras repugnantes a las que ningún ojo humano se acostumbraría.

La Biblia misma menciona la existencia del dios pez, esto cuando los filisteos derrotan al pueblo de Israel y tomaron el Arca del Pacto como trofeo para después ser colocada en el templo de Dagón (1 Samuel 5, 1-7).

Esto me hizo volver algunos años en el recuerdo, cuando un viejo amigo, hijo del director del Centro Etnológico de Massachusetts me invitó a hacer un viaje a la región central de Malí, ahí pude conocer a un pueblo denominado los Dogones, una cultura primitiva que creía en un ser llamado Nommo, una arcaica deidad que les aportó conocimiento y civilización. Los templos dedicados a este dios representaban la combinación de un hombre y un pez; así como los asirios creían en Dagón, los Dogones adoraban a Nommo, ambas deidades marinas. Ambas dadoras de luz a las antiguas culturas.

En el libro que sostenía ahora con pulso inestable, venían algunos dibujos rudimentarios de esos deformes seres, inmediatamente lo relacioné con la cabeza que pescamos sobre el “Perdita”. Figuras humanoides encorvadas y con aletas en donde debería haber dedos. Sin expresión facial, solo una ruin trompa alargada de pez, mostrando fieros y escuetos colmillos.

Sentí un temor reptante, cerré el libro con tanta violencia que pensé lo había terminado de romper. Me quedé pensando en las posibilidades de creer esto cierto, mi cabeza dolía solo de pensar en los funestos hechos. Salí de la biblioteca a tomar aire y decidí caminar hasta la costa. Contemplé el azul profundo del mar y el rugir de las olas me abrumó, fue la primera vez que tuve miedo por el solo hecho de imaginar que pudiese haber algo muy en el fondo del agua, fue grandísima mi sugestión que cualquier olor desagradable lo relacionaba con la llegada de los abisales. Quise darle paz a mi mente y creí oportuno volver a casa para platicar con “Charales”, el ahora viejo ayudante de mi padre.

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Pedro Luna Creo

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