Juan y Martín eran hermanos gemelos, idénticos el uno al otro desde el momento en que habían nacido. Parecían dos gotas de agua y nadie, ni siquiera su madre era capaz de diferenciarlos. Esto era algo que aprovechaban para hacer de las suyas en el pequeño pueblo en que vivían.
La gente ya los conocía por ser un par de demonios pues la verdad es que siempre estaban causando muchos problemas.
A veces, se hacían pasar el uno por el otro para confundir a sus vecinos, robarles golosinas o reírse a sus espaldas. Jugando con la pelota habían quebrado infinidad de vidrios. También solían meterse a escondidas a los graneros y gallineros para asustar a los animales, o hacerle bromas pesadas a los demás.
—Son dos diablillos insoportables —era lo que solía decir todo el mundo.
Quien más los regañaba era el padre Crescencio, hombre religioso que vivía en la parroquia y en cuyas misas siempre estaban jugando o corriendo.
—Si siguen siendo tan malos, un día de estos se van a ir al infierno —les decía.
Pero los niños hacían oídos sordos, pensando que tenían toda una vida por delante para arrepentirse. Mientras tanto, iban a seguir haciendo travesuras.
Un día, uno de los hombres más viejos del pueblo falleció y todos los habitantes acudieron a su casa para el funeral. En tanto el padre Crescencio leía los salmos y pedía por el alma del difunto, Juan y Martín se reían por lo bajo y se burlaban del anciano fallecido, que había sido llevado a la morgue a fin de prepararlo para el entierro.
Cuando todas las familias se desplazaron hasta el cementerio para darle la última despedida, los gemelos se separaron de la muchedumbre y descubrieron un ataúd vacío en las cercanías.
Riendo, se metieron en el interior, pensando en el susto que le darían a todo el mundo cuando no los encontraran por ninguna parte. Pero las horas pasaron y nadie fue a buscarlos, de modo que se quedaron dormidos. Y entonces la tragedia comenzó.
Por la noche, cuando su madre no podía encontrarlos se dispararon las alertas. La búsqueda se extendió por todo el pueblo con resultados infructuosos.
Hasta que todos recordaron que el último lugar donde les habían visto había sido el cementerio.
Un horrible presentimiento se apoderó de la madre.
Revisaron todos los entierros que se habían hecho ese día y descubrieron que había un muerto al que le faltaba su caja.
Desenterraron el ataúd que habían puesto bajo tierra por accidente y al abrirlo, una escena desgarradora los recibió. Juan y Martín estaban adentro, con los rostros rígidos y contraídos en una mueca de terror. Tenían las uñas de las manos ensangrentadas, pues habían tratado de rasgar la protección del ataúd para escapar. También se habían arañado entre sí, al desesperarse por encontrarse compartiendo un espacio tan minúsculo.
Por ser tan irrespetuosos y malos habían recibido el peor de los castigos. Desde ese fatídico día, el pueblo no volvió a ser el mismo.
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