Melissa y Verónica eran dos hermanas gemelas que se parecían como un par de gotas de agua. Ambas tenían los mismos hermosos ojos azules, la piel blanca como la leche y un pelo negro muy oscuro, que les enmarcaba el rostro de ángel. Las niñas eran muy bonitas e idénticas por fuera; pero así como su exterior parecía inofensivo, nadie podía imaginar lo distintas que eran por dentro.
Melissa, la mayor por dos minutos de diferencia, era amable y buena con todo el mundo. Las personas la querían por su dulce forma de ser y la alegría que reflejaba su mirada.
Verónica, la menor, era todo lo contrario. A menudo se hacía la falsa con su hermana y con el resto de las personas, pero por dentro, la envidia se la comía viva. Tenía un complejo de inferioridad por haber nacido la segunda y también al ver lo fácil que era para su hermana gemela darse a querer.
Mentía, manipulaba y se aprovechaba de los demás tanto como le fuera posible, así que no tenía amigos. La única que no parecía darse cuenta de sus malas intenciones era Melissa, quien la quería muchísimo.
Pero Verónica se moría de rabia al contemplarse en el espejo y ver el rostro de su melliza.
Un día, Verónica le propuso a Melissa que jugaran un juego. Ambas se encontraban en el espacioso jardín de su casa, sin nada que hacer. Melissa accedió, sin imaginar lo que su hermana tenía en mente.
—Tienes que entrar en la casa y contar hasta veinte. Cuando acabes, sal a buscarme —le dijo Verónica.
Melissa corrió a la casa y se puso a contar.
—… 17… 18… 19… 20… ¡Listo! ¡Verónica, voy a buscarte! —exclamó, antes de volver al jardín a toda prisa.
Lo que vio allí la paralizó por completo.
Verónica yacía colgando de una de las ramas del árbol del jardín, con una soga amarrada al cuello y el rostro amoratado por la falta de oxígeno. Tenía una expresión grotesca en su delicado rostro.
Tanto había llegado a odiar el compartir la misma sangre y apariencia que su gemela, que se había suicidado solo para hacerla sentir culpable.
A partir de entonces, su espíritu la perseguiría toda la vida.
Verónica además, hizo un pacto con el diablo para que el árbol de su jardín mantuviera vivo su recuerdo. A menudo, su hermana se asomaba desde su ventana y veía a su gemela muerta meciéndose entre las ramas, con una malvada sonrisa en su rostro y unos ardientes como las brasas del infierno, que permanecían fijos en ella llenos de odio.
Con sus padres tuvo que mudarse y nada volvió a saberse de ellos.
Este relato corto de terror es uno de los más célebres en Estados Unidos. Hay quienes dicen que sucedió de verdad. Hay quienes creen que el árbol en el que se ahorcó Verónica existe, en algún suburbio desafortunado. Si alguna vez llegas a encontrarte con un tronco muerto en el patio trasero de una casa encantadora, quizá sea mejor mantener las distancias.
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