Sebestián era un niño muy obediente, que siempre hacía todas sus tareas y ayudaba en casa con lo que se necesitara. Sus padres le habían enseñado a ser amable con los demás pero sobre todo, a mostrarse compasivo, pues uno nunca sabía cuando podría necesitar que alguien le tendiera la mano.
Durante el último mes, el chico había estado trabajando muy duro para que sus padres le dieran dinero. Quería comprarse uno zapatos nuevos para jugar, ya que los que tenía estaban muy rotos y desgastados, a causa de lo mucho que corría con sus amigos.
Su padre le había dicho que si se esmeraba más con las actividades en casa, como lavar los platos, sacar al pasear al perro y podar el césped, podría aumentarle la mesada y así conseguiría el calzado que más le gustaba. Cuando Sebastián logró reunir todo el dinero, se sintió muy satisfecho consigo mismo.
Fue directo a la zapatería pensando en los bonitos tenis que se iba a comprar, justo como los que tenían todos sus amigos.
Estaba por entrar cuando, justo enfrente del negocio, vio a un viejo señor que estaba sentado en el suelo, extendiendo la mano para que la gente le diera algo de dinero. Pero solo lo ignoraban.
El anciano se veía muy delgado y parecía algo enfermo. Sebastián se acercó a él.
—¿Se siente mal, señor? —le preguntó.
—Hace dos días que no como nada, no tengo casa ni familia —respondió él lastimeramente—, es que cuando sé es viejo, no es fácil ganarse la vida.
Sebastián miró el dinero que tenía en la mano y que tanto esfuerzo le había costado ganar. Pero finalmente, se lo tendió.
—Tome, usted lo necesita más que yo —le dijo—, tal vez hasta le alcance para ver a un médico.
El niño suspiró y se alejó, dispuesto a volver a su casa. Otra vez tendría que trabajar para comprar sus zapatos. Sin embargo, el zapatero, que lo había visto desde su escaparate, le hizo una seña para que regresara a la tienda.
—Tú eres el niño que todos los días pasaba y veía los zapatos que están en aquel anaquel, ¿verdad? —dijo, señalando el ansiado par que Sebastián quería.
—Sí, había estado ahorrando para comprármelos… pero tuve que ayudar a ese pobre viejo. Ya regresaré después.
—Vi lo que hiciste, todos los que pasaban junto a él ni lo miraban, pero tú no dudaste en tenderle la mano —el hombre tomó los zapatos, los metió en una caja y se los dió—. Ten, esto es por tu generosidad. Todos los niños bondadosos merecen una recompensa.
A Sebastián se le iluminaron los ojos.
—¿De verdad, señor? ¿Lo dice en serio?
—Sí, son tuyos. Solo por esta vez y por qué vi lo que hiciste con el dinero.
—¡Se lo agradezco mucho, señor! ¡Gracias, gracias!
Desde ese día, Sebastián nunca dejó de ayudar a los demás cuando podía hacerlo, pues sabía que su conducta bondadosa le traería buena suerte a donde quiera que fuera.
FIN
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