Muy Cortos

Los Zopilotes

Es curioso, pero jamás he dejado de pensar en aquel ya difuminado día. Días en los que cursaba la preparatoria, y pasaba mis vacaciones en la hacienda de mi abuelo Rolando. Gustaba mucho de visitar a mis abuelos, pero más en otoño, cuando las festividades de todos santos otorgaban días libres en el colegio.

Mi familia, que es de origen pentecostés, no celebraba las tradiciones propias de la región. Preferíamos tomar esos días para visitar al abuelo y llevarle productos que solo podía encontrar en la ciudad.

Me convertí en un adulto y el haber experimentado en mi juventud, tan horrida vivencia en la hacienda de los viejos, me hizo alejarme notoriamente de ellos. Nunca dejé de recriminarme y el sentirme culpable por no estar con él en sus horas más bajas. La abuela dejó de hablarme y después, como consecuencia natural del envejecimiento y el trabajo duro, la salud de Don Rolando se deterioró de forma visible.

Recibía noticias de su estado de salud a regaña dientes por parte de mis primos y una hermana que aún le visitaban; estos me rogaban ir a verle con desgano, pero contagiado por las pesimistas suplicas, decidí no romper con el ayuno de visitas a su hogar.

Con amarga tristeza y como helado balde de agua sobre la espalada, recibimos la noticia de su deceso. Falleció en un otoño; mis padres, quienes ya estaban en entrada edad y yo viajamos cuanto antes a la hacienda del viejo. Recorrer nuevamente la vereda maltratada en coche y observar a lo lejos las escuálidas copas de los árboles, me hacían empapar de sudor el cuero del volante. La terrible neblina, como en mis años de escolar, se ensortijaba en los pilares y troncos semisecos de la propiedad, dándole un aspecto fantasmal y lúgubre. Ese era la postal que me daba la bienvenida después de veinte años de ausencia.

Les recuerdo que esta era la primera vez que volvía a la hacienda desde lo que estoy a punto de narrar. No tenía mas ganas de volver ahí, solo el pensar en lo que vi me daba terribles escalofríos y pesadillas vividas. Reafirmo que la culpa era mucha, pero más miedo que remordimiento y queda claro que es preferible callar estas cosas para evitar los comentarios mal intencionados. A raíz de este hecho, desarrollé cuadros crónicos de ansiedad que me provocaba comerme las uñas al punto de dejar al descubierto la piel debajo de ellas.

Mis abuelos, quienes eran gente de campo y que formaron su riqueza en base a la venta de madera para la construcción de muebles, vivían en el municipio de Guadalupe, cercano a Ciudad Juárez, Chihuahua, una zona con espantosa reputación por su atmosfera de violencia e inseguridad creada por los carteles de la droga mexicanos. Mi abuelo, sin embargo, gozaba de cierta protección, asunto que varios años después la familia se enteró con asombro.

Sobre su propiedad; la Hacienda “Querida”, se apreciaban destellos de arquitectura de hace más de tres siglos, una vasta superficie de terreno era la alfombra para un sinfín de troncos mutilados y diversos arboles de muchos metros de altura, algunos frondosos y otros más con una naturaleza muerta que asemejaban cadáveres gigantes plantados sobre la tierra. En la parte más retirada de la misma, justo en donde Don Rolando no echaba mano de los árboles de esa zona, yacían los arboles más pavorosos; justo ahí era a donde no quería ir. Por la ventana de la sala en donde se rezaba por el alma de mi abuelo, observaba como la neblina recorría las raíces salidas y retorcidas de los árboles secos. Clavaba mi mirada ahí, ya que por nada del mundo deseaba levantarla y ver las lánguidas ramas del más viejo de los árboles que ahí yacía.

Las puertas de mi memoria que permanecían cerradas con gruesos candados, de pronto fueron tumbadas de una patada en seco, dejando escapar los mas viles y obscuros recuerdos de mi pasado. Las imágenes se empezaban a formar en mi cabeza como una película deteriorada. Como aquel que no quiere ver, mis parpados fueron jalados hacia arriba para presenciar sin pestañear el origen de mis traumas, que, con tanto esfuerzo, especialistas de la salud mental habían luchado por dejar contenidos tras los muros del olvido.

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Aún vestía el uniforme de la escuela, esperaba que la abuela me llamara para la comida, mientras tanto, me dejaba explorar con libertad en la parte trasera de la hacienda, creo que ella no se imaginaba que llegaría a cruzar más allá de donde tenia la caballeriza. Ahí donde una vereda descendente conducía a una pequeña zanja en donde se depositaban el resto de las partes de las reces destazadas para su consumo. Justo enfrente de esa zanja, un enorme fresno descolorido y seco se erguía. Sobres sus ramas largas y retorcidas como rayos sobre una noche de tormenta, se paraban obscuras figuras que vigilaban mis pasos.

De reojo advertí la presencia de estos, una fila de sombras negras clavaba su mirada sobre mí.

“Zopilotes”, pensé. Un escalofrío reptó por mi espalda, mi desconocimiento por estas aves me hizo pensar que podrían atacarme, sin embargo, evité todo sentimiento de alarma y continué mis pasos. La zanja que estaba frente a mí, arrojaba un olor a podrido que llegaba a mis fosas nasales gracias al aire que corría con intensidad. El olor nauseabundo me provocaba arcadas, cuan podridos podrían estar esos animales que el enjambre de moscas no lo movía ni el viento, el zumbido era hipnótico y enloquecedor, me sentí movido por el morbo de cualquier adolescente; quería solo echar un vistazo a la zanja y largarme corriendo de miedo, los zopilotes dejaron de preocuparme, los dejé de escuchar; caminé con pies de plomo hacia el surco, las moscas ya formaban una nube negra zumbante.

Por debajo de ellas, los restos de vacas y reses se esparcían, pedazos de carne agusanada y podrida servían de festín para las larvas ¿Qué esperaban los zopilotes para deleitarse con toda esa carroña? Perdía el asombro y miraba con mas detenimiento las partes mutiladas de los rumiantes. El zumbar de las moscas pronto se vio suplantado por un murmullo, un susurro que crecía y no sabía de donde venía, el sonido taladraba mis tímpanos pues era delirante, como si un numero elevado de personas hablaran al unísono.

Como quien advierte una estrella perdida en una noche cerrada, un objeto brillante sobresalía entre el rojo escarlata que bañaba los cuerpos amputados. Un brillo oro llamó mi atención e hizo clavar mi vista sobre él.

Un anillo con incrustaciones en diamante sobre un dedo anunciaba un macabro hallazgo. Una mano por debajo de las cabezas de vaca descollaba. De pronto, mas partes se hicieron visibles: troncos, piernas, cabezas mutiladas, cuerpos de personas destazados acompañaban al resto de los de animal, probables victimas del crimen se escondían entre los demás pedazos de carne bovina, esperando a ser devorados por los carroñeros.

El murmullo cesó y solo una voz era clara, chisteaba, quería llamar mi atención, la voz provenía de las copas de los árboles. “Los zopilotes no chistean” pensé; levanté la mirada y descubrí que lo que esperaba en las ramas de los arboles no eran aves de rapiña. Eran sombras sentadas en las ramas, observando lo que fueron sus cuerpos mortales ahora separados en partes. Quien chisteaba, una sombra enorme sentada justo en medio, me mostraba un anillo dorado con incrustaciones de diamante. No, no eran zopilotes. Eran la imagen de trauma que me alejó por completo de mi familia, era el horror vigilante de sus restos mortales.

Los Zopilotes 1

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