Mi abuela me regaló a Martita cuando tenía ocho años. En ese entonces todavía me gustaban las muñecas, aunque había algo en ella que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda, desde el mismo instante en que la tuve entre mis manos.
Tenía el cabello y los ojos verdes, y era bonita, como todas las muñecas de niñas. Sin embargo… sin embargo, su expresión no era dulce como la del resto de mis juguetes.
Así que la puse en el estante más alto de mi habitación, oculta entre el globo terraqueo y mis libros de cuentos viejos, que hace mucho no leía.
Ahí se quedaría, sin importunarme en lo más mínimo.
Me habría olvidado de ella por completo, de no ser porque a veces, en medio de la noche, me despertaba sintiendo una extraña inquietud, como si alguien estuviera observándome desde arriba. No quería volverme hacia el estante y me arrebujaba más entre las sábanas, esperando que el sueño llegara pronto.
Otras veces, cuando volvía de la escuela y subía a mi habitación, me parecía escuchar ruidos que provenían desde el interior. Habría jurado que era la madera de la estantería rechinando, bajo el peso de algo que se movía en él.
Es una locura, lo sé. Los sonidos se desvanecían apenas entraba.
Habría conservado a Martita en las sombras de no ser por lo que ocurrió más tarde. Recuerda que estaba estudiando para un examen de Historia, con deplorables resultados. En la radio emitían una canción del momento que a mí me encantaba y no me podía concentrar. Bailoteaba por todo el dormitorio, brincaba en la cama y me imaginaba que era mi artista favorita… hasta que algo estrellándose contra el piso me devolvió a la realidad.
Martita estaba en el suelo, con el cabello desparramado por todos lados y el vestido arrugado y polvoriento. Me quedé paralizada.
Luego la tomé con cuidado. Había fisuras que cruzaban por todo su rostro infantil, que pese a todo, seguía conservando las mejillas redondas, los labios rosas y las facciones angelicales que solo una muñeca como ella podía tener. Pero a mí me pareció más fea que nunca.
Me miró, con esos ojos verdes vacíos y resolví que debía irse de manera permanente. De hecho, decidí que estaba muy grande como para tener muñecas.
Así que todas se fueron en la venta de garaje, pero Martita no. A ella la coloqué en el cubo de la basura y no la volví a ver por años.
Ahora he regresado a casa, después de largo tiempo viviendo fuera. Terminé la carrera, me casé y tuve dos hijos. Pero no podía dejar de venir a pasar unos días con mi madre, desde que su salud decayera.
—Tu habitación está como la dejaste —me dijo ella al darme la bienvenida y yo subí, preguntándome con nostalgia si de verdad sería así.
Abría la puerta y me quedé de piedra en el umbral.
Con su rostro roto y ajado por los años, Martita me miraba desde la cama.
¡Sé el primero en comentar!