Siempre me había gustado jugar con los espejos, es asombroso lo mucho que el reflejo de uno puede cambiar cuando se miran fijamente a los ojos y te das cuenta, de que hay cosas en ti que antes no habías notado. Un lunar pequeño oculto en la esquina de la nariz, una ceja más larga que otra, un labio más lleno que su compañero… y entonces, de repente, te asalta la inquietante sensación de que tal vez no eres tú a quien estás mirando, sino alguien que se empeña en emular todos tus movimientos.
¿Jamás te ha pasado?
A la madre de Irma no le agradaban los espejos. Solo tenían uno en casa y era su hija quien se encargaba de usarlo, en el baño de arriba. Yo no entendía como alguien podía vivir sin mirar su reflejo.
—Es por algo que le ocurrió de niña, nunca me ha querido contar —justificó ella a su mamá, una tarde mientras jugábamos.
Irma es mi mejor amiga desde tercero de primaria, lo hacíamos todo juntas. Desde las tareas en equipo hasta emparejarnos en Educación Física para correr, (o intentar hacerlo, no somos muy fanáticas del acondicionamiento).
Un día nos encontrábamos en su casa y por alguna razón, nos dirigimos a ver el espejo del baño. Era un trozo de vidrio de forma ovalada, con un marco antiguo y no muy grande. Pero de alguna manera, nos las arreglamos para mirarnos las dos en él al mismo tiempo. Nuestras caritas infantiles sonreían.
—¿Y ahora qué? —me preguntó ella.
—Esto —le dije yo, y comencé a hacer muecas delante de mí misma.
Ella me imitó. Reímos. Frente a nosotras, nuestros rostros se desfiguraban y volvían a su aspecto normal, mientras estirábamos y arrugábamos nuestras facciones todo cuanto podíamos, haciendo gestos y simulando ser monstruos.
Era divertido.
—¡Ay! —gritó Irma de repente, transformando su sonrisa en un semblante sobresaltado— ¿Viste eso?
—¿Qué? —había estado muy ocupada sacando la lengua como para notar nada.
—Es raro, por un segundo fue como si mi reflejo no fuera yo. Me miró de un modo extraño… ¿no lo notaste?
—Eso no puede ser. Por supuesto que eres tú —nos quedamos de pie, mirando fijamente hacia nuestros ojos. Hacia nuestros propios ojos.
Pero de repente, el mismo sentimiento de inquietud que invadía a mi amiga también se había apoderado de mí. Irma tenía razón. Bastaba con observarse fijamente para notar un ligero cambio.
Esa mirada seria y profunda, y la boca ligeramente torcida, estoy segura de que no me pertenecían a mí.
Solían gustarme mucho los espejos. Ahora se puede decir que evito mirarlos lo más posible. He descubierto que hay algo siniestro en la persona que me mira desde el otro lado y que tal vez, esa persona no sea yo misma.
Sé que es una locura, pero tendrías que echarle un vistazo a este lugar. Quiero decir, no hay espejos, aparte del pequeño que guardo en mi polvera.
Creo que ahora entiendo mejor a la madre de Irma.
¡Sé el primero en comentar!