Aquella mañana, Tomás fue a sacar a pasear a su perro como de costumbre. Era un precioso ejemplar de Beagle, raza conocida por ser muy ágil y excelente en la caza. Le extraño no escuchar al molesto loro de su vecina, que todos los días temprano y sin falta, se ponía a dar gritos a voz en cuello.
Su perro odiaba a ese animal y cada vez que lo escuchaba, ladraba con disgusto. ¿Cómo culparlo? Tomás también estaba harto de escucharlo y no dudaba que los otros vecinos también.
Supuso que aquella mujer por fin había entrado en razón y hecho callar a su horrible mascota.
Contento, buscó a su perro en el jardín y fue entonces cuando se quedó paralizado. El can estaba cavando un hoyo en la tierra para enterrar algo que sostenía en la boca. Era el loro de la vecina. Estaba inmóvil.
—¡No! —gritó Tomás, arrebatándoselo del hocico— ¡No! ¡Perro malo!
El animal lo miró confundido y bajó las orejas. Tomás examinó al ave y se dio cuenta de que no había nada que hacer, estaba muerta.
Ahora estaba en problemas. La vecina lo iba a demandar si se enteraba de que el perro había matado a su mascota. ¿Qué hacer? Tras pensarlo detenidamente, decidió que lo mejor sería colocar al loro de vuelta en su jaula sin que se diera cuenta; así, su muerte podría aparentar haber sido por causas naturales.
Cuando nadie estaba mirando, Tomás se acercó al pórtico de su vecina y puso al loro en el interior, antes de regresar a toda prisa a su casa y sacar al perro como de costumbre.
Caminaron un rato por el vecindario y después volvieron a su hogar como si nada.
A mediodía, Tomás escuchó un grito aterrado y agudo en la casa de al lado. Lleno de culpa, salió a hacer como que regaba el jardín para investigar. La vecina estaba pálida y observaba llorosa la jaula de su lorito. El pobre animal estaba muerto.
—La ley de la vida —dijo Tomás para consolarla—, no se preocupe, mujer. Piense que el animalito tuvo una vida muy feliz, a veces es mejor que se vayan pronto a que sufran por viejos. Estoy seguro de que pronto podrá comprarse otra mascota de compañía.
Ella miró con el rostro desencajado.
—No entiende —le dijo—, mi loro murió ayer por la tarde. Yo misma fui a enterrarlo en mi jardín. Y esta mañana ha aparecido de nuevo en su jaula, mirándome con sus ojos vidriosos. ¡Casi me da un ataque! Creí que había regresado de entre los muertos.
Nerviosa, la vecina volvió a recoger el cadáver de su lorito, preguntándose quien podría haber hecho una broma tan cruel.
Tomás por su parte, regresó a casa muy avergonzado y sin atreverse a revelarle la verdad. Y él pensando que su perro era un asesino. La vecina nunca supo lo que había sucedido, pero Tomás se hizo la firme promesa de que nunca más se iba a inmiscuir en sus asuntos.
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