Seguro que muchos de ustedes han entrado en algún McDonald’s que acaba de ser remodelado. Lo más probable es que fuera en un McCafé. Sin embargo, ¿alguna vez te has preguntado por qué la cadena mandó remodelar sus sucursales en primer lugar?
El primer McCafé de los Estados Unidos se inauguró en Chicago, en mayo de 2001. Y ese fue solo el principio.
Durante los últimos cinco años, McDonald’s ha remodelado todos sus restaurantes en América. Puede que la mayoría se esté preguntando cuanto tiempo ha pasado desde la última vez que pisaron un viejo McDonald’s. Pregúntale a cualquiera que sepa algo sobre marketing y te responderá algo raro: McDonald’s ha perdido demasiado dinero en este proyecto. Es un hecho. El nuevo concepto no está logrando más clientes y los McCafés ni siquiera pueden bajar los precios del café para obtener alguna ganancia. Solo fíjate en los precios de Starbucks y sabrás de lo que estoy hablando.
Los inversores dicen que quieren ofrecer un ambiente más adulto. Una apariencia con clase para una América con clase.
Respuesta incorrecta. Búscalo en Google en este momento: ¿cuál es la edad del grupo objetivo de McDonald’s? Niños y adolescentes, desde luego. Siempre lo han sido.
Entonces, ¿por qué llevar a cabo estas remodelaciones? ¡Por qué una de las empresas más poderosas de América se gasta billones efectuando un plan de marketing tan malo? Acá es donde el asunto se pone interesante.
Comencemos con las áreas infantiles. Seguro recordarás que prácticamente no había dos áreas para niños que fueran idénticas en dos McDonald’s. Había algunas demasiado divertidas. Sé lo que digo, algunas eran mis favoritas.
Pero había otras que también eran muy peligrosas. La primera joya que encontré había sido una zona de juegos con su propio carrusel en Lancaster, Pennsylvania, en los años 80. Clausuraron el lugar apenas unos meses después de su inauguración. No dieron mucha información al respecto. El terreno se ha mantenido a la vente desde entonces.
Si conoces a la gente adecuada en Lancaster, supongo que puedes acceder a algún artículo que no estuviera pensado para imprimirse.
Los niños se subían a jugar al carrusel, del modo en el que se supone que tienen que jugar; ya sabes, son solo niños, así que desde luego saben como hacerlo. Pues bien, un día, un grupo de chicos pensaron que sería divertido arrastrarse debajo de ese luego pero jamás pudieron salir.
El incidente fue encubierto con tanto cuidado por el Departamento de Relaciones Públicas de McDonald’s, que sería casi imposible que encontraras a un solo testigo que hubiera estado ahí aquella tarde.El único con el que alguien pudo hablar, confesó lo siguiente:
Cuando los niños se metieron debajo, varios padres empezaron a pedir ayuda. Y entonces ocurrió algo con las luces. El carrusel se volvía cada vez más brillante y la música se volvió estridente. Salí a toda prisa del restaurante en cuanto el juego se puso a echar humo, pero me asomé por una ventana para ver si los chicos estaban bien. ¡Los empleados seguían de pie adentro, tras las cajas registradoras! ¡Como si todavía esperasen clientes!
Historias bizarras han surgido desde allí con el paso de los años. Anécdotas de niños hundiéndose dentro de albercas de pelotas, que a lo mucho tendrían un pie de profundidad. Madres que buscaban en los toboganes a sus hijos y lo único que encontraban, era un par de calcetines.
Pero en las áreas infantiles ocurría tan solo una pequeña parte de los incidentes.
En 1996, en Knoxville, Tennessee, un empresario de aproximadamente 40 años de edad, entre en los baños de un McDonald’s y se quedó ahí siete horas. Los clientes afirmaron que se negaba a abandonar el establecimiento.
Al final llamaron a la policía y tuvieron que romper la puerta. El tipo tuvo que ser sujetado por los paramédicos, ya que no quería apartarse del sanitario. Mientras lo sacaban del cubículo se puso a gritar.
—¡Llévenme de vuelta! ¡Quiero regresar!
No obstante, apenas estuvo afuera del McDonald’s perdió el conocimiento. Al día siguiente ni siquiera recordaba haber entrado.
Dicho restaurante se clausura antes de que se pudiera inspeccionar el baño donde se encerró el individuo, no obstante, algunas de las personas que lo habían usado aquel día, confesaron haber escuchado voces diferentes que murmuraban cosas como:
—No es él.
—Debemos volver.
—Te he visto sonreír.
Más adelante, en 1999, un freidor de algún sitio en Vermont entró al restaurante y se vertió encima aceite hirviendo, sin inmutarse ni decir una palabra. Algunos de los clientes rieron y se pusieron a girar a su alrededor, en medio del aceite. A todos hubo que trasladarlos al hospital. Únicamente hubo uno que sobrevivió pero se niega a declarar. No es como si hubiera sencillo hacerlo, de todas maneras. La garganta se le había derretido desde afuera hacia el esófago, por lo que tuvieron que someterlo a cirugías para reconstruirla.
El gerente de ese McDonald’s afirmó que jamás había contratado a ese freidor y que sus datos no figuraban en ningún documento oficial. Su identificación ni siquiera contaba con un nombre, en su lugar solo ponía signos ####. De nuevo, se cerró el restaurante sin dar explicaciones.
La mayoría de estas historias me parecían solo leyendas urbanas, algo que nunca fallaba para asustar. En donde fuera que surgiera una historia, había un McDonald’s clausurado.
Hacia finales de la primera década del 2000, el número de hechos misteriosos iba en aumento y McDonald’s tomó la decisión de demoler sus restaurantes para volverlos a reconstruir. Cada uno.
Aunque, como era de esperarse, hubo algunos que se quedaron en pie.
Tenía que ver alguno en persona. Recuerdo haber ido a un viejo McDonald’s en mi infancia, pero eso había sido antes de que los incidentes se volvieran frecuentes. Cuando esos restaurantes aún eran seguros.
Camino hacia la casa de mis padres, había un pequeño poblado en la orilla de la autopista. Se llamaba Oroska. Quizá contara con un centenar de habitantes. Estaba olvidado y completamente libre de la influencia del mundo exterior. No tenía ningún motivo normal para pararme allí, ya que ni siquiera contaba con gasolinera, ni áreas recreativas. No había ni siquiera señales que te indicaran que estabas entrando al pueblo.
De modo que tuve que investigar como era el camino entre sus edificios más antiguos, solo para descubrir que contaba con uno de esos viejos McDonald’s que me obsesionaban, construidos desde los 70’s, en espera de remodelación. Fue sorpresivo saber que había un restaurante de comida rápida en Oroska, y no un supermercado o una oficina de correos.
Organicé un viaje para visitar a mis padres ese fin de semana, haciendo una parada en Oroska. Afuera, el cielo ya estaba oscuro, pues estábamos en invierno y yo no salía del trabajo hasta las 5. Tenía frío y estaba malhumorado por tener que manejar de noche, pero también estaba decidido.
No creo que pudiera haber dado con el pueblo antes de que se inventaran los teléfonos con GPS. El desvío en la autopista era un camino de tierra, sin señales ni puntos de referencia. Al entrar en la ciudad, ninguna casa tenía las luces prendidas. La mayoría de las luces públicas también se encontraban apagadas, como si nadie hubiera cambiado sus bombillas en años. El lugar estaba realmente desierto. Me sorprendería que la mayoría, si no es que todos los habitantes, no se hubieran mudado o muerto. Aquel sitio mostraba todos los síntomas de haberse convertido en un pueblo fantasma.
Casi me había dado por vencido cuando lo vi. A lo lejos, la enfermiza luz amarilla de los arcos amarillos iluminaba un estacionamiento solitario. Parpadeaba y zumbaba, igual que un matamoscas eléctrico que estaba a punto de quedarse sin batería. El letrero de bienvenida rezaba: COME NUESTROS NUEVOS HUEVOS MCUFFIN. QUEREMOS VERTE SONREÍR. Supuse que había sido el encargo de algún adolescente perezoso. Entré en el establecimiento y me estacioné en el centro sin cuidado; de todas maneras no había nadie.
Al salir del coche, sentí que algo se pegaba bajo mi zapato. Era una hamburguesa mohosa y de la cual manaba un líquido oscuro. Su olor era nauseabundo. Salté para desprenderme de los restos de la hamburguesa, y fue cuando me percaté de que el establecimiento completo estaba repleto de basura. Cajas de patatas fritas sin terminar, juguetes para niños derretidos por el calor y sucios de la grasa de las bolsas de comida rápida. Todo se había fusionado en una mezcla de nieve y suciedad, como si se hubiera acumulado por meses. puede que años.
Apuré el paso a través del estacionamiento para no vomitar. Al acercarme a la puerta, vi que las ventanas estaban llenas de polvo. En la puerta, habían pegado un cartel de CERRADO, escrito con marcador rojo. No obstante, en el letrero del interior se podía leer con claridad ABIERTO. Con cuidado, empujé la puerta.
Una campanilla artificial entonó la clásica melodía de McDonald’s, cuyas últimas notas fallaron al rechinar la puerta. Observé como la estancia se iluminaba con una luz fluorescente y me percaté de que todo estaba muerto. No había clientes en las mesas, ni empleados en los mostradores. La pintura roja y amarilla de las paredes se estaba cayendo, y las mesas conservaban ese conocido acabado de madera, típico de cualquier McDonald’s. Aparentemente la madera se estaba pudriendo, aunque la capa de esmalte tratara inútilmente de conservar su aspecto nuevo. Las luces viejas le daban al sitio una tonalidad verdosa. Pero el detalle más notorio, creo yo, era el desagradable olor a plástico quemado que penetraba en mi nariz.
Me acerqué a la caja registradora. Como si alguien fuera a atenderme y por alguna razón, sentía que debía ordenar algo. Pero lo que realmente esperaba, era poder hablar con alguien.
Esperé por 15 minutos, en silencio. Grité un hola y el eco de mi voz fue la única respuesta que conseguí. Había obtenido un mal servicio en algunos McDonald’s antes, pero esto era ridículo. Con lo sucio que estaba el restaurante, no tendría que haberme quedado a esperar.
Justo cuando estaba por darme la vuelta y volver, la caja registradora se abrió. Fue casi como si me rogase que tomara algo de cambio para mí. Después de todo, ¿no merecía una pequeña compensación por haber perdido mi tiempo? Convenientemente, cuando me acerqué a la máquina vi que contenía al menos una docena de billetes de 20 dólares.
Miré a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me observara, me acerqué a coger algunos billetes y entonces, la caja se cerró atrapando mis dedos. El metal se clavó en mi piel tan profundamente, que un rastro de sangre manchó el mostrador. Liberé un grito de dolor.
Tras la barra, al otro extremo del mostrador, un botiquín de primeros auxilios colgaba de la pared. Las luces de la cocina estaban fundidas, pero necesitaba vendar mi mano, rápido. Salté por encima de la barra y fui hacia la parte trasera. El olor a quemado se volvía más penetrante a medida que avanzaba. Vi que la parrilla se hallaba cubierta por una espesa capa de grasa, volviéndola obsoleta para cocinar. En la zona de freír, las freidoras tenían gusanos hasta el tope.
Me di prisa para tomar el botiquín, esperando que hubiera una venda para irme de allí en cuanto antes. Comenzaba a percatarme de que esta McDonald’s definitivamente no daba servicio y que, en primer lugar, no debería haber entrado. Abrí el botiquín y tuve que contenerme para no vomitar.
Una nube de moho emergió en cuanto lo abrí, seguido de la misma lama negra que manaba de la hamburguesa que había pisado afuera. Tosí y agité mis manos en el aire para disipar el moho que flotaba en torno a mi cabeza.
La misma campana con la melodía de McDonald’s que había escuchado al entrar, empezó a sonar, y me esforcé para permanecer tranquilo. Me dije que debía estar descompuesta, como todo en este maldito basurero. Miré una vez más hacia el mostrador y todo parecía más lejano. Ese olor asqueroso y la perdida de sangre debían estarme afectando. Miré mi mano para comprobar que tan mal estaba la herida y para mi sorpresa, ¡no había ninguna herida!
Aterrorizado, corrí hacia el mostrador, pero algo debajo de la estufa me tomó por el pie y caí. En la oscuridad, mis ojos comenzaban a adaptarse y distinguí la silueta de un cuerpo humano. Alguien estaba metido ahí. ¡Tal vez estaba inconsciente y necesitaba ayuda! Tiré de su brazo y a continuación, un cadáver medio descompuesto se deslizó hacia mí.
Traía puesto la camiseta de empleado de McDonald’s y un gafete que solo mostraba los signos ####. sus labios esbozaban una sonrisa maliciosa pero sus ojos gritaban de agonía. Traté de gritar pero ningún sonido brotó de mi garganta, igual que en las pesadillas. Al intentar incorporarme e ir hacia la barra, las luces se empezaron a apagar y la canción de McDonald’s incrementó su volumen, con notas cada vez más distorsionadas.
En cuanto conseguí sujetarme del mostrador para pasar por encima de él, me quedé paralizado.
Desde que entré, no se me había ocurrido mirar hacia el extremo opuesto del establecimiento. El área infantil.
En el cristal que la separaba del resto del restaurante, había decenas de huellas de manos ensangrentadas que iban hacia el suelo. El tobogán estaba lleno de rastros de líquido rojo, que brotaba de borbotones desde un diminuto agujero en la parte inferior, a la izquierda. Más allá se observaba una hilera de sogas atadas a las barras para colgarse, de las que pendía la ropa de los empleados. Sus gafetes ostentaban los mismos signos: ####. Las mesas alrededor de la zona estaban ocupadas por bandejas llenas de comida putrefacta y esqueletos. Algunos todavía tenían comida colgando de sus mandíbulas.
Les contemplé horrorizado, demasiado asustado como para moverme.
Mientras el resto del McDonald’s se oscurecía, una bombilla en el área infantil seguía brillando, como el foco de una feria. Debajo de ella había una alberca de pelotas coloridas de plástico, que se desbordaban. Humeaba bajo el resplandor de La Luz artificial, desprendiendo ese asqueroso olor a plástico quemado.
Las pelotas empezaron a temblar y a caerse de la piscina; algo en el interior se movía lentamente. Quería echar a correr, pero mi cuerpo seguía inmóvil. De pronto, la música se detuvo y el movimiento cesó.
Un guante amarillo salió lentamente entre las pelotas, retorciendo todos los dedos. Después, una manga de rayas rojas y blancas. El brazo emergió con lentitud hacia arriba, cada vez más visible, en tanto sus articulaciones crujían igual que las ramas rotas de un árbol. Al final, el brazo resultó tener unos seos pies de longitud.
Alcanzó la bombilla que brillaban en el techo, con sus enguantados dedos, y ahí se retorció hasta holgarse por completo.
Salté sobre el mostrador, corrí y derribé sillas a mi paso, escapando. Justo cuando llegué hasta la puerta, aquella última vez se apagó. Aporré la puerta, rompiendo el vidrio. Mientras me arrojaba hacia el estacionamiento, escuché un grito detrás de mí. y entonces, algo me susurró al oído, en medio del silencio. Estaba tan distorsionado como la melodía del McDonald’s,
—Vuelve. Me gusta verte sonreír.
No le he contado a nadie lo que me ocurrió esa noche. Días después encontré un artículo online, con la noticia de que Oraska se había incendiado. No sé si fue planeado o algo por al estilo, pero jamás iba a regresar para averiguarlo.
Por cierto, no estoy contando esto para que te involucres. Lo hice para advertirte lo que sucede cuando te involucras.
Puedes ir a un McDonald’s nuevo y comer Big Mac’s, o entrar en un McCafé, eso sería genial. Ellos hicieron algo con las remodelaciones para que esos lugares sean seguros, al menos por ahora.
Pero jamás vayas a un viejo McDonald’s.
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