Hace un año que murió mi marido. No me dejó nada para recordarle, más que el amor incondicional que compartimos a lo largo de seis años y esta vieja y ancestral casa, que ha permanecido por tantas décadas pasando de generación en generación entre los miembros de su familia. Él era el único descendiente vivo de los suyos. Ahora, esta propiedad es lo único que tengo.
Podría venderla fácilmente y a veces me gustaría hacerlo, pues no dejo de tener la sensación de que hay ojos que me vigilan en las paredes. Pero no puedo. Sería dejar ir el legado de mi esposo y deshacerme de tantos bellos momentos que pasamos entre estas habitaciones derruidas.
Cuando él vivía, la casa no se veía tan mal, ni pasaban tantas cosas extrañas. Había ruidos sí, y cosas que desaparecían y no soportaba estar sola en el interior por demasiado tiempo.
Pero al menos él estaba para cuidarme.
—Mi madre solía decir que ninguno de nuestros ancestros era capaz de abandonar este lugar —decía a menudo, mientras acariciaba uno de los muros de nuestra habitación—, de tanto en tanto, se los puede escuchar habitando cada rincón.
Esas declaraciones me daban escalofríos. Pero era fácil ignorarlas cuando el resto del tiempo, se comportaba como un hombre dulce y lleno de atenciones. Nadie comprendió nunca por qué me casé con él. Nos unimos cuando yo era muy joven; tenía apenas dieciséis años de edad y él estaba entrando en los cuarenta. Podría haber sido mi padre pero a mí eso no me importaba. Su buen aspecto, que no hacía más que mejorar con el tiempo y sus gallardas atenciones, supieron bien como ganarse mi corazón.
En cada uno de los aniversarios que pasamos juntos, me despertaba con rosas en la mañana. Había rosas en la cama, rosas en la bañera y en el desayuno. Y todas conservaban por días su fragancia.
Lamenté mucho su muerte, cuando el cáncer se convirtió en una sentencia inapelable. Lo vi mirarme con amor hasta en sus últimos momentos, cuando estaba tan consumido y debilitado que no quedaba en él ni la sombra de lo que solía ser.
Hace días que escucho murmullos fantasmales en mi oído que me erizan la piel. De noche, siento que me tocan. Algo sube hasta mi cama y me inmoviliza por completo, haciendo que pierda la noción de mis sentidos y me hunda en un pánico absoluto. Lo peor sin embargo, llega cuando se hace de día, pues no dejo de sentir que hay algo mirándome.
Creo que comenzaré a considerar seriamente el vender esta casa después de todo.
Ha pasado otra de esas noches interminables en las que casi siempre estoy en vela. Esta vez, por suerte, no ha habido ni rastro de parálisis. Solo un sueño profundo, en el que me pareció hablar una vez más con mi esposo.
«Te extraño», me había dicho.
Debo secar una lágrima de mi mejilla al despertar. Cuando miro entre las sábanas me quedo atónita. Allí, hay una rosa marchita esperándome.
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