Marisa despertó confundida, tras escuchar extraños ruidos en el jardín. Parecían chillidos. Eran como los pequeños alaridos de un bebé que no paraba de llorar. De inmediato, la niña se levantó de la cama, sobresaltada. Corrió descalza hasta la cocina, donde ya su abuela se estaba encargando de preparar el desayuno.
Eran los hot cakes con mantequilla, miel de maple y frutillas que tanto le gustaban a su nieta. El apetitoso olor de la comida no obstante, fue insuficiente para distraer a la chiquilla, que miró a la anciana con semblante asustado.
—¡Hay un bebé en el jardín! —exclamó, en voz lo suficientemente alta como para que la buena mujer la pudiera oír.
Hace tiempo que abuelita tenía problemas de oído y se estaba quedando medio sorda, lo que explicaba porque ella no había prestado atención a los sonidos que provenían desde afuera.
La vieja se sorprendió.
—¿Cómo dices que un bebé? ¿Quién podría haber dejado un bebé afuera, si ellos están tan bien cuidados en sus casas? —preguntó, impresionada con la imaginación de su nieta— Mejor ven a comer tu desayuno que se te va a enfriar. Hice los panqueques que te gustan.
—Hay un bebé —repuso Marisa, quien ignoró su plato y salió disparada al jardín.
Su abuela negó con la cabeza y la siguió de cerca, casi arrastrando los pies. Ya no podía permitirse ser tan rápida como lo era antes.
Fuera de la casa, el sol brillaba y las flores se veían más lindas que nunca, dándole la bienvenida al verano. Los lloriqueos continuaban escuchándose y esta vez, la anciana sí pudo escucharlos.
—Vaya, pues parece que si hay algo aquí —dijo sorprendida, dirigiéndose al rincón en donde Marisa ya se entraba, rebuscando entre los arbustos.
No era ningún bebé el que se encontraba entre ellos. Se trataba de un diminuto gatito gris, que había quedado atorado entre las ramas del arbusto bajo la ventana. El pobrecito seguramente se había perdido y no podía salir de su escondite.
Marisa dejó escapar una exclamación de alegría y lo tomó entre sus manos. El cuerpo del animalito era cálido y suave, y tenía unos bonitos ojos verdes que ahora la miraban con curiosidad.
—Pues parece que el misterio acada de resolverse —dijo su abuela, con las manos en las caderas.
—¡Es precioso! Abue, ¿podemos quedarnos con él? —la niña ahora abrazaba al minino contra su pecho.
Ella dudó.
—Pues no sé, Marisa. Recuerda que un animal es mucha responsabilidad, tienes que darle de comer y limpiar lo que ensucie. Y no la puedes dejar a un lado como a ninguno de tus juguetes. Las mascotas son para quererse toda la vida. ¿Crees qué seas capaz de hacer todo eso?
—¡Te prometo que sí, abuelita! Voy a quererlo mucho. Y también voy a cuidarlo como se debe, nunca me voy a cansar de él.
La vieja sonrió.
—Pues bien. Entremos a desayunar y veamos si tu amiguito tiene hambre.
Aquella mañana les había deparado la mejor de las sorpresas.
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