Cuando era pequeña, solía tener un amigo imaginario llamado Toto. Ya sabes, todos tenemos al menos uno cuando somos niños. Toto era un perro grande que podía andar perfectamente sobre sus dos patas. Tenía el pelaje morado, la lengua de fuera y una mirada graciosa. Hablaba de manera aguda y torpe, pero a mí me gustaba.
Era más o menos como esas botargas de personajes a las que te acostumbras a ver en Disneylandia. Solo que claro, él existía solamente en mi imaginación.
Recuerdo pasar horas con él jugando en el jardín, revolcándonos en el pasto y esas cosas.
Mi madre solía seguirme la corriente al principio, pero luego el asunto no le gustó demasiado. Toto era muy importante para mí y ella comenzó a temer que fuera incapaz de superar esa etapa. De modo que comenzó a llevarme con un psicólogo.
Es extraño recordar este momento de mi infancia. No me acuerdo mucho de aquellas sesiones; lo único que puedo hacer, es verme a mí misma jugando en una habitación de paredes blancas, mientras un hombre de gafas sentado frente a mí tomaba notas. Creo que era agradable. Y creo que le dijo a mi madre que tarde o temprano, tendría que dejar atrás esas fantasías.
Eventualmente lo hice. Aunque no de la manera que hubiera querido.
Había cosas de Toto que no me gustaban de un momento a otro. Como las cosas desagradables que me susurraba al oído. O las cosas que me hacía hacer a veces, cuando lo acompañaba a explorar los rincones oscuros de la vieja casa en donde vivía.
Un día, le dije que no quería seguir jugando más con él. Su sola presencia comenzaba a asustarme, como si fuera un monstruo.
Así fue como dejé de verlo.
Cuando mi madre me preguntó donde había dejado a Toto, simplemente le respondí que él era malo y ya no éramos amigos.
Paralelamente a esto, me costó lidiar con la separación de mis padres. Hacía tiempo que discutían mucho y supongo que por eso usaba a Toto para distraerme, para evadirme de la realidad.
Cuando el divorcio se hizo definitivo, tuve que madurar para afrontar las cosas como eran. Estaba creciendo y tenía que ser fuerte.
Luego de eso, papá se suicidó. Escuchamos un disparo en su despacho y mamá no me dejó entrar. Una ambulancia vino y lo recogió. El derrumbe de su matrimonio resultó ser demasiado.
Los años pasaron, ya ves…
Hoy he subido al ático. Nos vamos a mudar de casa y hay muchas cosas de las cuales deshacerse. Este solía ser el refugio de mi papá cuando todavía vivía. Está lleno de cajas, un par de instrumentos musicales y los aviones a escala que le gustaba armar a veces.
Sin embargo, un escalofrío me ha corrido por la espalda al fijarme en lo que había en un rincón del desván. Se trataba de una botarga de perro, toda ella morada y con la lengua de fuera.
Sus ojos saltones parecían mirarme y decirme hola de nuevo.
¡Sé el primero en comentar!