Había una vez un joven que tenía un gran talento para la arquería. Cuando era un niño, le obsequiaron su propio arco con flechas para practicar y todas las tardes, sin falta, se ponía a disparar en medio del bosque. Así fue hasta que consiguió dominar el arma por completo, convirtiéndose en el mejor arquero de toda la región. Fue tanta su fama, que pronto se hizo conocido por no fallar un solo tiro y se ganó la admiración de decenas de personas.
Por desgracia, tanta fama hizo que su arrogancia creciera y su humildad quedara relegada a segundo plano. Adonde iba siempre buscaba competir y cuando obtenía la victoria, lejos de comportarse como un buen ganador, disfrutaba humillando a quienes había vencido.
Un día, el arquero escuchó hablar de un viejo maestro zen, del cual se decía poseía una gran destreza con el arco. Queriendo averiguar si aquello era cierto y estimulado por lo que parecía un interesante desafío, se puso en marcha hacia la montaña donde vivía el anciano. Al llegar, lo encontró meditando en medio de un pacífico silencio.
—Dicen que eres el mejor arquero en estas tierras —le dijo engreídamente—, yo también soy excelente. Veamos cual de los dos es más capaz.
Acto seguido, el joven miró a lo lejos y distinguió a un toro en la lejanía. De inmediato tensó su arco y disparó una flecha que fue a dar al ojo del animal, en un movimiento perfecto. Sonriendo con presunción, volvió a sacar otra de sus flechas y la disparó en la misma dirección. Fue tanta su precisión, que la primera flecha se partió a la mitad tras recibir el impacto de la segunda.
—¿Viste eso, viejo? ¿Crees que puedes igualar algo así?
El maestro no se alteró por sus palabras. En cambio, le dijo que lo siguiera hasta la cima de la montaña. Caminaron sin cesar hasta llegar al borde de un inmenso abismo, el cual se hallaba atravesado por un tronco muy frágil y delgado. Sin mostrar temor alguno, el anciano se puso de pie en medio del precario puente y apuntó con su flecha a un árbol que se encontraba al otro lado del barranco.
Mientras lo observaba, el joven arquero solo podía pensar que en cualquier momento, el tronco se haría trizas acabando con el viejo.
La flecha salió disparada… y se incrustó limpiamente en la corteza del árbol. Ahora el muchacho estaba sin habla. Vio como el maestro volvía a tierra firme y le señalaba el mismo árbol.
—Ahora es tu turno —le dijo.
Temblando, el arquero colocó un pie sobre el tronco, que crujió ante su cuidadosa pisada… y luego volvió a retirarlo, demasiado asustado por lo grande que era el abismo. ¿Qué pasaba si se caía y moría en el acto? Así no podía ni manejar una sola flecha.
—¿Qué ocurre? ¿No vas a mostrarme tu habilidad? —preguntó el anciano, con una mirada serena.
—No puedo —admitió él con vergüenza—, no aquí. Me da mucho miedo caerme y ese tronco se ve muy delicado.
—Yo ya estuve de pie sobre él —insistió el maestro—, ¿vas a decirme que este pequeño obstáculo puede más que tu voluntad? ¿No se suponía que eras el mejor de los arqueros?
El joven agachó la cabeza, ya notablemente avergonzado.
—No puedo disparar desde aquí —admitió.
—Tienes una gran habilidad con el arco, pero muy poca con tu mente. Por eso fallas con el tiro —le dijo el maestro—, no es bueno jactarnos ignorando nuestras debilidades. Cuando aprendas a ser más humilde y a dominar tus pensamientos, te aseguro que habrá abismo que pueda detenerte.
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