Hace mucho tiempo, un general japonés entrenó a su ejército para pelear una importante batalla. Sus hombres eran escasos en comparación con los del enemigo, por lo que cualquiera en su lugar se habría dado por vencido antes de caminar rumbo a una masacre.
Pero él no.
El general siempre había sido valiente desde que era un muchacho, y sabía que no había mayor deshonra que el no enfrentar nuestros miedos. Desgraciadamente sus soldados no pensaban de la misma manera.
Todos ellos estaban desanimados y temerosos de morir en el campo de batalla, pues habían escuchado cuan grande era el ejército enemigo y ninguno se sentía capaz de luchar.
Mientras avanzaban por el campo, el general divisó una capilla a la distancia.
—Vayamos a orar por nuestra seguridad en la batalla —le dijo a sus hombres.
Y enseguida se encaminaron, arrastrando los pies, hacia la capilla. Allí, el general llevó a cabo una pequeña oración y entonces, ante los ojos impávidos de sus hombres, sacó una reluciente moneda de oro.
—¿Creen ustedes que vamos a ganar la lucha de hoy? —preguntó.
Con tristeza, los guerreros contestaron que eso era improbable y el destino, demasiado cruel.
—Destino —repitió el general con una sonrisa enigmática—, ciertamente no podemos adelantarnos a su resultado. Pero hay una manera de saber si está de parte nuestra o no. Voy a lanzar esta moneda al aire: si cae en cara, ganaremos. Pero si cae en cruz, tendremos que asimilar la derrota. Es hora de revelar el destino.
La moneda fue lanzada y los soldados la siguieron con los ojos, ansiosos. Cuando cayó en el suelo, el general la recogió con sumo cuidado y volvió a sonreír. Había caído en cara.
Al instante, sus soldados se quedaron sorprendidos y en cuestión de segundos recuperaron el ánimo.
Más confiados que nunca, se dirigieron hacia el campo de batalla y pelearon con todas sus fuerzas. Ni por un instante volvieron a dudar de que ganarían, pues ya el destino les había otorgado su favor.
Y al final, aunque el enemigo los superaba en número, su humilde ejército consiguió alzarse con el triunfo, después de un gran enfrentamiento.
Esa misma noche celebraron en su campamento, felices de poder regresar a casa con el orgullo intacto. El general los observaba con tranquilidad, sin decir una palabra.
Fue en ese momento cuando se le acercó su teniente, tan dichoso como los demás soldados.
—Que día tan afortunado ha sido este, ¡no hay duda de que nadie puede cambiar el destino!
—Yo no diría que eso es algo imposible —afirmó el general.
—¿Pero cómo? ¿Lo duda usted después de lo que ocurrió hoy? ¡Nadie pensaba que pudiéramos salir vivos de esta pelea! Sin embargo, la suerte ha decidido mostrarse compasiva con nosotros. Ha sido casi un milagro.
—Es verdad —dijo el general, mostrándole entonces la moneda que había lanzado antes—, yo siempre estuve convencido de que nuestro destino era ganar esa batalla.
Y el teniente comprobó, anonadado, que la moneda tenía dos caras.
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