Esta leyenda corta es una de las más populares en Argentina, donde es contada sobre todo en las zonas rurales, de grandes a chicos. Habla de una poderosa fuerza benefactora que ha de proteger a las madres con sus hijos, a los campesinos que salen a labrar la tierra y a la vida en general.
Hace muchos años, vivía en el campo una familia muy feliz conformada por la madre, de apellido Correa, su esposo y su pequeño hijo. Aunque ellos no tenían muchas cosas eran muy dichosos, pues se amaban muchísimo y lo indispensable no les faltaba. El padre de familia era un criollo de corazón noble, pero debilitado en su salud, de modo que su mujer hacía cuanto podía para cuidarlo.
Un día, la guerra estalló y se demandó que todos los hombres se reportaran en las filas de infantería para pelear. La madre quedó devastada al saber que su marido tendría que acudir, enfermo como estaba.
Pidió que lo indultaran del campo de batalla sin éxito y finalmente, su esposo partió hacia un destino incierto.
Los días pasaron y la buena mujer Correa no recibía noticias de su amado, de modo que decidió ir a buscarlo. Todas las noches soñaba que yacía delirando en medio del campo por la fiebre o herido de muerte. Tenía que averiguar que había sido de él.
Tomó a su pequeño hijo y se echó a andar hasta el terreno en donde estaban planeando. A medio camino, muy cansada, se detuvo en lo alto de una colina para echarse a dormir con su bebé. Llevaba mucho tiempo caminando sin comer ni descansar adecuadamente.
Así se quedó, sedienta, hambrienta, agotada, arrastrada hasta un sueño profundo del que nunca despertó. Los animales carroñeros se congregaron en torno a su cuerpo para empezar a alimentarse, llamando la atención de unos campesinos que pasaban cerca de ahí. Grande fue su sorpresa al encontrar el cadáver de la pobre Correa, que todavía no perdía toda su lozanía.
En medio de sus pechos encontraron a su bebé, que se amamantaba de ellos. Recogieron pues al niño y le dieron a la madre una sepultura digna. A partir de entonces, muchos otros aldeanos comenzaron a realizar peregrinaciones hasta la colina para despedir a la difunta Correa.
Querían dejarle ofrendas para que en el más allá, no se sintiera tan triste por la pérdida de su esposo y por haber dejado a su hijo.
Con el paso del tiempo, construyeron un santuario en el monte donde se volvió costumbre peregrinar y dejar pequeños tributos. Dicen que todos los que acuden ahí encuentran alivio para sus penas.
Las madres llegan para pedir que sus hijos nazcan sanos y fuertes, además de nutrir sus pechos para que puedan saciar su hambre, los arrieros le piden a la difunta que bendiga su ganado y sus cosechas y los enfermos, van con la esperanza de sanar sus enfermedades.
Por eso la difunta Correa sigue siendo muy querida entre los argentinos humildes y nobles de corazón.
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