Había una vez un arrogante babuino, que se autoproclamó como «Señor del Agua» de la sabana. así pues, se dirigió hasta una de las únicas fuentes de agua que habían sobrevivido a los largos tiempos de sequía, una pequeña piscina de aguas cristalinas, y prohibió a cualquiera de los otros animales beber allí.
La leyenda dice que un día una cebra y su hijo llegaron a la piscina. El clima era seco y muy caluroso, y el agua escaseaba por todas partes. Fueron a tomar una copa cuando de repente, una voz retumbó en sus oídos:
—¡Váyanse! ¡Soy el Señor del Agua, y esta es mi piscina!
Las cebras levantaron la vista, sorprendidas, y vieron al enojado babuino sentado junto a su fuego.
—El agua pertenece a todos, no solo a ti cara de mono —gritó la joven cebra.
—Entonces debes luchar por ella si quieres beber —lo desafió el babuino y atacó a la valiente cebra. Los dos lucharon salvajemente por lo que pareció una eternidad hasta que, con una patada furiosa, la cebra envió al babuino volando por el aire, hasta que aterrizó entre las rocas sobre su trasero. Hasta este día, el babuino conserva un parche en su trasero, por el golpe tan fuerte que se dio.
Tras vencer al malvado animal, la cansado cebra se tambaleó y cayó a través del fuego que rodeaba la guarida, quemando su blanco pelaje de tal modo, que este quedó marcado con rayas negras. Las cebras, aterrorizadas, regresaron corriendo a las llanuras donde permanecieron para siempre.
El arrogante babuino y su familia aún viven entre las rocas y pasan sus días desafiando a los intrusos, sosteniendo sus colas en alto para aliviar el dolor del parche de piel donde aterrizaron. Así lo afirma la leyenda de cómo la cebra obtuvo sus rayas.
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