Dédalo era un arquitecto e inventor prodigioso, al que desde niño le había fascinado construir todo tipo de cosas. Tal era su talento, que la misma diosa Atenea lo instruyó en las artes de crear, convirtiéndolo en el más habilidoso constructor de toda Atenas.
Esto llamó la atención del rey Minos, quien reinaba en Creta y lo hizo viajar ante él para hacerle un encargo muy especial.
Vivía en sus tierras una criatura monstruosa con cuerpo de hombre y cabeza de toro: el minotauro. Este ser era fruto de la pasión entre su esposa y un toro, pues en el pasado, Minos había ofendido a Poseidón, el dios de los mares, quien en castigo provocó que la reina se enamorase del animal, dando luz a ese abominable ser.
Minos necesitaba que le construyeran un laberinto imposible, donde la bestia pudiera permanecer encerrada sin encontrar la salida.
Alentado por la promesa de una gran recompensa, Dédalo inició la construcción del laberinto en compañía de su hijo, Ícaro, un jovencito muy impulsivo.
Una vez que este estuvo concluido, el rey se quedó maravillado. Había en él decenas de pasillos y recovecos, tantos caminos que se entrelazaban entre sí, que era imposible hallar la salida. Minos estaba muy complacido pero luego, tuvo miedo de que Dédalo o su hijo revelaran el secreto.
Así que los dejó encerrados también, con el riesgo de que el minotauro los encontrara y los asesinara en esa trampa cruel de la que no había escape.
Tras vagar por largas horas, intentando hallar una salida, a Dédalo se le ocurrió un plan: podrían recolectar plumas de pájaros y pegarlas con cera de abejas, para fabricarse unas alas con las que pudieran escapar volando sobre el laberinto.
Él y su hijo se pusieron manos a la obra y finalmente, Dédalo consiguió fabricar las más hermosas alas que les ayudaron a elevarse, pero antes de volar, le hizo una advertencia a Ícaro:
—No vueles demasiado alto, pues el sol podría derretir tus alas y caerías sin remedio.
Cuando lograron cruzar el cielo, Ícaro se sintió tan embriagado por la sensación de libertad que lo embargaba, que quiso subir cada vez más y más alto, sin poder escuchar los gritos de su padre, quien metros abajo le pedía que bajara. Así, el sol terminó por derretir la cera de sus alas y el muchacho se precipitó al océano, en donde murió ahogado.
Desconsolado, Dédalo recogió su cuerpo de entre las aguas y lo enterró en una isla cercana, que más tarde sería conocido como Icaria.
Después partió hasta Sicilia, donde fue acogido por los cortesanos del rey Cócalo. Allí, el inventor y arquitecto vivió hasta sus últimos días, sin volver a crear nada. El recuerdo de su hijo lo atormentaba y no queriendo ceder de nuevo a su vanidad, decidió habitar de una manera más humilde.
A pesar de todo, su recuerdo prevaleció en Atenas y sus alrededores, como el del hombre más habilidoso con las manos que alguna vez había existido.
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