Hace mucho tiempo, el venado no era tal como lo conocemos, sino una criatura blanca como la nieve, que era fácil de distinguir entre las inmediaciones del Mayab, con su densa vegetación y sus montañas marrones. Era por esto que la gente podía cazarlo con mucha facilidad.
Los venados eran muy codiciados por su carne tierna y su hermosa piel, que usaban para elaborar capas, zapatos y todo tipo de prendas que entre la gente de una tribu, significaban poder y estatus.
Pero un buen día todo esto cambio.
Un pequeño venado se encontraba bebiendo agua de un manantial cuando repentinamente, una flecha pasó rauda por su costado y se incrustó en la roca que tenía detrás.
Un cazador lo había visto.
Tan veloz como sus patas se lo permitieron, el venadito huyó hasta lo más alto de la montaña, con aquel hombre pisándole los talones. Corrió y corrió lo más rápido que pudo, y justo cuando estaba a punto de darle alcance, se cayó en un pozo que se encontraba en medio de hojas y ramas secas.
El venado quedó oculto en aquella maleza y el cazador lo perdió de vista. Pero ahora el animalito no podía salir.
Exhausto, el venado se echó a llorar amargamente, de tal manera que unos entes que vivían en el bosque lo escucharon y se acercaron al pozo.
—¿Qué te sucede? ¿Por qué lloras así? —le preguntaron.
—Es que no puedo salir de este pozo, me he roto una patita —chilló el venado— y aunque pudiera, sé que en cuanto lo haga los cazadores me van a atrapar. Con mi piel tan blanca siempre dan conmigo donde sea. No quiero vivir así.
Conmovidos por su tristeza, los entes decidieron ayudarlo. Se reunieron en torno a él y le curaron la pata con mucha paciencia, usando hierbas que crecían entre la vegetación y acomodando sus huesos.
Luego decidieron concederle un deseo, antes de sacarlo del pozo.
—Piensa bien lo que quieres —le dijeron—, pues vivirás con ello toda la vida.
El venado, después de considerarlo, les pidió que le dieran a su especie una piel con la que pudieran camuflarse de los cazadores, para que estos no los hallaran tan fácilmente.
Los entes entonces tomaron unos puñados de tierra y los vertieron sobre su lomo, sus patas y su cabeza, pronunciando palabras antiguas y efectuando un ritual con el que, poco a poco, la piel del venado fue cambiando de color. Ya no era blanca y deslumbrante, sino marrón, con varias manchas claras que prevalecían en su lomo y en su pecho.
Cuando el venado volvió a mirarse a sí mismo, no pudo reconocerse. Gracias a la ayuda de estas criaturas del bosque, pudo eludir con mayor facilidad a sus cazadores y vivir durante muchos años. Y los hijos que tuvo fueron iguales a él.
Y por eso, hasta el día de hoy, todos los venados son pintos, con ese color que es fácilmente confundible en los bosques y que muchas veces, los hace pasar desapercibidos.
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