Un labrador iba camino al trabajo con sus herramientas, cuando alcanzó a distinguir en medio del campo algo que llamó su atención. Se trataba de un pájaro enorme, que batía las alas sin poder emprender el vuelo por estar atrapada en el suelo.
Cuando se aproximó a él, vio que en realidad era un águila que se había quedado atorada con un cepo oxidado. Verla tan desesperada le provocó un enorme sentimiento de lástima.
—¡Pobre animal! —se dijo con pena— Es tan bonita y yace allí sin poder volar. Aguarda un minuto amiga, que yo te ayudaré.
Tomando su pala, hizo palanca en el cepo hasta abrirlo y liberar al ave. El águila extendió sus alas y se alejó volando a toda prisa, sin siquiera mirar atrás. Esto hizo al labrador sentirse muy indignada.
—¡Vaya desagradecida! Tanto esfuerzo que me costó sacarla de allí y todo para que se marche sin darme las gracias. Bueno, allá ella, yo sé que hice lo correcto.
Y diciendo esto, el hombre siguió caminando hasta sus tierras, donde estuvo arando por un buen rato de sol a sol. Cuando terminó se sintió cansado y decidió recostarse a tomar una siesta bajo la sombra de un árbol. Había detrás de él un enorme muro de piedra que conocía de toda la vida.
Estaba soñando muy a gusto cuando de pronto, sintió que algo tiraba fuertemente del pañuelo que traía atado en el cuello. Se despertó con violencia y se dio cuenta de que era el águila, que había regresado.
La muy listilla estaba jalando su pañuelo con insistencia.
—¡Ah, ingrata! Te vas sin darme las gracias después de lo que hice por ti y todavía te atreves a jugar conmigo. ¡Aparta, que no te dejaré robarme la pañoleta!
Pero el águila siguió molestándolo hasta que le hubo arrancado la prenda y se fue volando muy lejos.
—¡Vuelve aquí! ¡Vuelve aquí, animal molesto o ya verás! —gritó él, tratando de alcanzarla— Esto no es justo, estoy viejo y he trabajado toda la tarde, ¿por qué tenías que tirar mi pañuelo tan lejos?
El águila había dejado caer el paño muy lejos del muro.
Cuando el labrador llegó para recogerlo, escuchó un estruendo horrible a sus espaldas. Volteó y vio con asombro que el muro acababa de derrumbarse.
—¡Dios mío! —exclamó poniéndose pálido— ¡Y yo estaba justo ahí tomando la siesta! ¡Podría haberme muerto!
Se volvió entonces al águila, que lo observaba con simpatía desde otro árbol cercano.
—¡Tú sabías que se iba a derrumbar y viniste a salvarme! Y yo que pensaba que ers un ave desconsiderada —dijo arrepentido—, no sé como darte las gracias, amiga mía.
El águila pareció sonreírle con los ojos y volvió a emprender el vuelo tranquilamente.
Desde entonces, el labrador siguió ayudando a las personas y animales que se cruzaban en su camino, ya sin esperar nada a cambio. Había aprendido que si uno actuaba con nobleza y hacía lo correcto, tarde o temprano obtenía su recompensa y el mundo era amable con él.
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