Este era un burro que se encontraba pastando muy tranquilo en el campo, sin saber que no tardaría en verse acechado por la peor de las bestias. Un lobo hambriento andaba merodeando en las cercanías, buscando alguna presa con la cual saciarse. No tardó en encontrar a nuestro pobre amigo, que solo como estaba, le pareció un blanco muy fácil de capturar.
Peo el burro, sintiendo que algo andaba mal, miró muy sutilmente por el rabillo de su ojo, asustándose al notar dos ojos amarillos que lo vigilaban desde los arbustos.
Aunque por fuera aparentaba estar en calma, lo cierto es que el animal sintió como su corazón se detenía por un instante.
Sabía desde el principio que estaba completamente perdido. No había nadie en los alrededores que pudiera ayudarlo, ni siquiera el granjero, a cuya casa si bien no estaba tan lejos, no le daría tiempo de llegar. Era muy lento corriendo y el lobo demasiado veloz.
Tampoco podía ponerse a rebuznar para pedir ayuda, pues la bestia enseguida le saltaría al cuello para silenciarlo.
Mientras tanto, el lobo había comenzado a acercarse.
Desesperado, el burro estaba por ponerse a llorar cuando una idea alumbró su cabeza. Era arriesgada pero podía funcionar. Antes de que el lobo se le echara encima, comenzó a cojear y a gemir como si se le hubiera enterrado algo en la pata y no pudiera caminar.
Cuando volvió la cabeza hacia su depredador, más que asustado por su presencia, pareció aliviado.
—¡Señor lobo! Menos mal que está usted aquí, pensaba que no llegaría nadie que pudiera ayudarme —dijo con falsa gratitud—. Me he clavado una espina en la pezuña y me es imposible caminar así. Me duele mucho. Estoy seguro de que solo alguien tan hábil e inteligente como usted, podrá sacarla de ahí.
La bestia, tomada por sorpresa ante la actitud de su presa pero muy halagado con sus palabras, decidió que no le haría ningún mal ayudarle. De cualquier manera, al final lo iba a devorar sin piedad.
Mejor hacerle ese último favor para que no muriera con tanto dolor.
El lobo acudió hasta los cuartos traseros del burrito y se fijó en su pata entrecerrando los ojos:
—¿Dónde dices que está la espina? Yo no veo nada.
—¡Sí que está ahí! Lo que pasa es que se clavó muy adentro, fíjate más de cerca —dijo el burro vigilando todos sus movimientos.
El lobo aproximó su cara… y entonces el astuto le dio una fuerte patada en el hocico, que lo dejó tendido en el suelo. Fue en ese instante que aprovechó para escapar hasta el establo del granjero, feliz por salvar la vida.
El depredador se quedó herido en el césped, gimiendo y con los dientes rotos, demasiado atolondrado como para ir detrás de la criatura.
Ay de mí, pensaba, si no hubiera sido tan tonto y tan vanidoso me habría quitado el hambre en un santiamén. Ahora sé que no debo fiarme tan fácil de las palabras y cumplidos falsos.
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