Cuando el niño Jesús nació, la Virgen María y San José lo tuvieron en un pesebre muy humilde, lleno de animales y heno. El mismo no tenía puertas y por lo tanto, las ráfagas heladas del invierno entraban a menudo, amenazando con apagar la hoguera que habían hecho para calentar al bebé.
San José arropó al niño y le dijo a su esposa que saldría a buscar más leña y comida. Mientras tanto, la Virgen María se quedó velando al bebé Jesús.
Hacía tanto frío, que habían tenido que meterlo en un cajón de madera lleno de mantas y paja, aunque eso no parecía suficiente para mantenerlo del todo calientito. Viendo que la fogata estaba a punto de apagarse, su madre se volvió hacia un buey que estaba dormitando.
—¿Podrías ayudarme a avivar el fuego? —le preguntó— No quiero que mi bebé duerma con frío.
Pero el animal estaba tan cansado que ni siquiera la escuchó, y siguió roncando por todo lo alto. La Virgen intentó mantener las llamas encendidas por su cuenta, en vano. Una vez más estaban a punto de extinguirse.
—Señora mula —le dijo a la mula que descansaba al otro lado del establo—, ¿puede ayudarme con la hoguera?
Pero la mula también estaba muy cansada y no tenía fuerzas para levantarse de donde estaba. María intentó de nuevo mantener la fogata encendida y cuando vio que las llamas se hacían cada vez más pequeñitas, se volvió al gallo con desesperación.
—¿Puedes ayudarme a tener el fuego encendido, por favor?
Pero el gallo tenía que levantarse temprano para cantar por la mañana y no podía permanecer despierto para ayudarla. Muy triste, la Virgen María abrazó a su bebé, viendo desconsolada como el fuego de la hoguera se moría.
En ese momento, un pajarito diminuto surgió en una esquina del pesebre. Había construido allí su nido y escuchado el problema de la mamá de Jesús.
Se dirigió a la hoguera y aleteó fuertemente para hacer crecer el fuego. Cuando este se avivó un poco, fue hasta su nido y colocó todas las ramitas en la fogata, desmantélandolo todo. Sin embargo, como eso tampoco fue suficiente, se acercó una última vez a la fogata, aleteando con todas sus fuerzas para que el niño Jesús durmiera calientito.
Se esforzó tanto que se quemó el pecho y una mancha del color del fuego le cubrió el corazón. A pesar del dolor que sentía, el pajarito siguió esforzándose hasta el amanecer.
María, en agradecimiento por su acto de amor, lo cogió entre sus manos y lo bendijo, aliviando el dolor que el fuego le había provocado por aletear sin descanso. También le dio un nuevo y hermoso nombre: petirrojo, por el vivo color que adquirieron las plumas de su pechera.
Es por eso que hasta el día de hoy, a estos diminutos pájaros se les llama de esta manera. El color rojizo de sus plumas es la herencia de aquella criatura noble, que lo dio todo de sí para procurar al niño Jesús.
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