Este era un león enorme que se había enamorado profundamente de la hija de un labrador. El animal nunca se atrevía a acercarse a la granja, por miedo a asustar a la muchacha, pero conforme más la miraba, más sentía crecer su amor por ella. Y así, un día se armó de valor para pedirla en matrimonio.
Se acicaló lo mejor posible y tomando un ramo de las mejores flores entre sus zarpas, se presentó en la vivienda del padre de la joven, quien apenas lo vio aparecer se sintió temblar de pies a cabeza.
El león, con sus enormes fauces y su imponente tamaño, inspiraba miedo sin necesidad de hablar.
Sin embargo, amablemente le comentó sus intenciones:
—Buenos días, buen hombre. Me he tomado el atrevimiento de visitar tu humilde casa, pues estoy enamorado de tu hija y desearía tomarla por esposa con tu bendición. Yo puedo asegurarte que nada le ha de faltar y siempre estará a resguardo de las otras bestias.
El labrador pensó que aquella era una idea terrible, pues la chica no estaba hecha para sobrevivir viviendo a la intemperie, con aquel león que en cualquier momento podía olvidarse de sus sentimientos para ceder a sus instintos de depredador.
No obstante, también temía lo que podía ocurrir si se negaba a dársela. Aquel león bien podía destrozarlo con un solo zarpazo o devorarlo de un bocado.
Pensando y tratando de ocultar su nerviosismo, el labrador le dijo lo siguiente:
—De acuerdo, quieres casarte con mi hija. Pero antes tendrías que concederme un par de cosas. No más que pequeñeces para mejorar tu aspecto ante ella, ¿sabes? Es una muchacha muy tímida y se impresionaría fácilmente con tu aspecto, no queremos que se asuste, ¿verdad?
El león, encontrando razonables sus palabras, accedió de inmediato.
—Lo primero será cortarte las zarpas, pues son muy peligrosas para ella. Yo sé que no tienes intención de lastimarla, pero mejor es prevenir.
De mala gana, el león aceptó dejarse cortar las garras, pensando en que efectivamente no quería dañar a quien sería su prometida.
—Ahora tenemos que arrancarte los dientes.
—¿Mis dientes? ¡Pero como se supone que he de salir a cazar! Ya me quitaste mis zarpas.
—Entiendo, entiendo, pero están muy afilados y la niña podría asustarse. Si estás tan enamorado como dices, ciertamente no te importará hacer este pequeño sacrificio por ella —repuso el labrador—, con tu gran tamaño y tu velocidad, no será un problema seguir atrapando presas como antes.
Pensó el león que probablemente tenía razón, así que permitió que le arrancara los dientes, de uno en uno.
Tan pronto como el animal estuvo desarmado, el labrador recobró el valor y lo echó a palos de la casa, advirtiéndole que no volviera a presentarse jamás por ahí o lo mataría.
Se retiró el león a llorar muy compungido.
«Ay de mí», pensaba, «si tan solo hubiera sido un poco más astuto. Ahora sé que hay ciertas cosas que no valen la pena, ni siquiera por amor».
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