Cuentos de Terror de México

El niño dentro del muñeco

Marcela era una joven que había pasado por muchas penurias. Tras morir su padre, entró a trabajar como cuidadora de niños a un jardín de infantes en su ciudad. Su escaso salario se iba en pagar las medicinas de su madre, la cual estaba muy enferma de cáncer. Cuando la guardería cerró y ella se quedó sin trabajo, se vieron obligadas a subsistir con los ahorros de la pensión de su difunto papá.

Finalmente, su madre murió y Marcela tuvo que pagar los gastos del funeral con casi todo lo que le quedaba. Desesperada y deprimida, se puso a buscar trabajo. Había un anuncio en el periódico, en el que reclutaban a mujeres que quisieran desempeñarse como niñeras en una zona de ricos.

Esperanzada, la chica se arregló lo mejor que pudo y acudió a la entrevista. Se sorprendió gratamente al llegar a una lujosa mansión, en la que vivía una pareja de ancianos. Sin embargo, la emoción le duró poco; la fila de aspirantes para el empleo era muy larga. Insegura, Marcela se sentó en la sala a esperar su turno, rogando al cielo porque le dieran una oportunidad.

Aquello, al parecer, iba a ser más fácil de lo que se esperaba.

Por alguna razón, todas las mujeres que salían de la habitación en donde se estaba llevando a cabo la entrevista, lo hacían enfadadas y llenas de indignación. Algunas se retiraban consternadas, como si tuvieran miedo de los ancianos.

—Esto tiene que ser una broma —Marcela vio como la última murmuraba, negando con la cabeza y dirigiéndose a la salida—, ¡una maldita broma! Yo no vine a prestarme para estos juegos.

La miró salir, dando un portazo y se miró las manos, más nerviosa que antes. Una criada le anunció que podía pasar a hablar con los ancianos.

Ambos eran encantadores y muy refinados. Ni siquiera se fijaron en su currículum, ni le pidieron referencias. Parecían más interesados en saber si de verdad le gustaban los niños y si estaba disponible para empezar de inmediato. Marcela sintió una inmensa felicidad cuando le dijeron que el trabajo era suyo.

—Acompáñame querida, te voy a presentar a nuestro hijo —le dijo la anciana con dulzura.

Muy ilusionada, Marcela la acompañó al piso superior de la casa. Imaginó que el niño en cuestión, probablemente era adoptado, pues ese matrimonio era ya demasiado viejo para tener hijos, y los dos parecían muy excéntricos. Ya quería conocer al pequeño.

Llegaron a la última habitación, decorada de manera infantil y llena de juguetes. Pero ahí no había nadie. Lo único que pudo ver, fue un extraño muñeco que tenía la misma altura y apariencia de un niño de diez años. Lo habían vestido con ropa de verdad y colocado sobre un asiento.

—Te presento a Gustavito, nuestra adoración.

Marcela miró a la anciana como si se hubiera vuelto loca, ella solo sonrió.

—A Gustavito no le gusta que le apaguen la luz mientras está dormido, se espanta con la oscuridad —dijo, acariciando la cabeza del muñeco—, tenlo en cuenta estos días, porque vamos a salir de viaje. Además, acuérdate de que tienes que leerlo un cuento antes de que se acueste y revisar que coma bien.

Marcela estaba lívida, ahora entendía porque las demás habían rechazado el empleo. Gustavito era un muñeco muy tétrico, esos ojos fríos de porcelana parecían mirarla fijamente. No obstante, el salario era excelente y necesitaba mucho el empleo, ya que aun tenía deudas que liquidar por el funeral de su madre. Así que decidió que lo más sensato, sería seguirles la corriente a esas personas.

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—No se preocupe, señora. Le prometo que voy a cuidarlo muy bien.

Esa misma tarde, los ancianos salieron de viaje asegurándole que volverían en un par de días y pidiéndole encarecidamente que no dejaran de atender a Gustavito. Tan pronto como se marcharon, Marcela se sintió a sus anchas en la mansión. Aprovechó para hacer de todo, menos cuidar al muñeco, que permanecía en su dormitorio. Cada vez que pasaba frente a su puerta, la joven sentía un escalofrío, como si él la estuviese mirando.

No se acordó de leerle el cuento, ni de dejarle la luz encendida, mucho menos darle de comer. «Este es el trabajo más fácil y más raro que he tenido», pensó.

Esa misma noche se despertó, al escuchar pasos fuera de su habitación. Pasos pequeños y pausados. Como los de un niño. Una risa infantil le heló la sangre. Los pasos bajaron corriendo las escaleras y fueron seguidos de un escándalo en el primer piso. Alguien tiraba y arrastraba las cosas. Escuchó el sonido estrepitoso de cacerolas en la cocina.

Asustada, llamó a la policía.

—¡Por favor, vengan! ¡Creo que alguien se ha metido en mi casa!

Los oficiales se presentaron y preguntaron cual era la urgencia. Ciertamente, la casa estaba desordenada, como si alguien se hubiera metido a robar. Inspeccionaron cada uno de los rincones de la mansión pero no encontraron a nadie.

—No entiendo, les juro que escuché a alguien que caminaba fuera de mi cuarto.

—Seguramente quien se haya metido a robar escapó, señorita. Debieron escucharla hablando por teléfono. De todas formas parece que no se llevaron nada de valor. Si nota algo extraño, vuelva a llamarnos y vendremos enseguida.

La chica les dio las gracias con desgana y subió a la habitación del muñeco. Sonreía. De hecho, habría podido jurar que su sonrisa era aun más amplia que antes y estaba llena de malicia. Marcela lo tomó y lo encerró bajo llave en un armario. El resto del día se la paso ordenando.

Esa noche, no obstante, la escena se repitió. Alguien corría por la casa y reía. Ahora lo escuchaba con claridad, era un niño.

Marcela se encogió en su cama, rogando que todo se tratara de una pesadilla. El barullo se detuvo pero ella no se atrevió a bajar sino hasta el alba, comprobando que la casa estaba hecha un desastre. Había cosas rotas y las muebles estaban volcados. En la cocina era peor. Ollas, sartenes y cubiertos yacían desperdigados en el piso, junto con huevos estrellados y harina. La huella de unos pies pequeños era visible en medio de la suciedad.

La niñera subió a la habitación del muñeco y lo encontró sentado donde siempre. Su carita infantil parecía sonreírle con cinismo. Temblando, hizo sus maletas y se retiró de la mansión sin esperar a que los ancianos llegaran. Cuando iba de salida por el jardín, sintió un escalofrío y no pudo evitar mirar hacia atrás.

Desde la ventana del último dormitorio, el muñeco le sonreía y le decía adiós con la mano.

El niño dentro del muñeco 1

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Acerca del autor

Erika GC

Apasionada por contar historias, me gustan los buenos libros y pasarme tardes enteras en Netflix. El cine y la literatura son la mejor combinación para mí.

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