Cuenta una vieja leyenda de Rusia que hace muchísimo tiempo, existía un joven llamado Grischa que vivía con sus padres en una agradable cabaña, muy cerca de los montes Urales. Como eran comerciantes, el chico solía viajar con ellos a todos los poblados y ciudades que existían a lo largo de su nación, que es una de las más extensas del mundo.
Esto le había permitido conocer los más hermosos palacios del zar, la majestuosidad de las cadenas montañosas y decenas de paisajes singulares. A pesar de todo, Grischa siempre decía que no había nada más bello que su pueblo natal y su cabañita en el bosque.
O así solía pensar hasta que en medio de uno de sus viajes conoció a Natalyja, una muchacha de grandes ojos azules y cabellos que se confundían con la nieve.
Desde el primer momento, Grischa amó a Natalyja más que a nada en el mundo, pero ella no parecía interesada en sus afectos.
Día con día, sin rendirse en su cortejo, Grischa se esforzaba al máximo para ganar su corazón, llevándole las flores más frescas y los mejores regalos que había entre la mercancía de sus padres. Sin embargo nada parecía conmover el frío corazón de la joven.
Los años pasaron y en lugar de disminuir, el amor que Grischa sentía por ella seguía ardiendo en su corazón como un fuego eterno. Un día, envalentonado por sus sentimientos, el muchacho acudió a su casa para pedir su mano en matrimonio. No obstante ella, indiferente como de costumbre, le contestó con la más cruel de las respuestas:
—Mi mano nunca será tuya, como tampoco mi corazón. Lo mejor es que regreses a tu pueblo y te olvides de que me has visto.
Desconsolado por la negativa, Grischa se alejó y se entregó a la bebida, buscando a Natalyja en bares, callejones, rincones sucios y oscuros de cada ciudad en la que iba a parar.
El tiempo pasó y su amor no correspondido lo convirtió en un hombre triste y melancólico. Nunca se dio la oportunidad de amar a ninguna otra mujer, pues el recuerdo de los ojos de Natalyja lo atormentaba. En el fondo, una parte de él aún guardaba la esperanza de verla de nuevo.
Y así ocurrió.
Se encontró con Natalyja mientras viajaba por otra ciudad, encontrando que los años la habían vuelto todavía más hermosa y fría. Ella pareció reconocerlo pero distante como siempre, mantuvo sus distancias.
Con el corazón roto, Grischa se dirigió hacia el Mar Negro y allí se ahogó, pereciendo entre las aguas heladas. Pero ni siquiera el hielo del océano fue capaz de derretir la pasión que anidaba en su corazón, la cual tiñó de rojo el mar mientras el sol se ocultaba.
Fue así como nació el ocaso. Se dice que el sol llora todas las noches al esconderse, al recordar la tristeza de aquel pobre muchacho cuyo romance nunca pudo realizarse.
Natalyja jamás se enteró de que aquel atardecer había surgido por el amor que él le tenía.
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