Hubo una vez un respetable templo, en el que un anciano maestro zen impartía clases a todos aquellos jóvenes que deseaban ir por el camino de la verdad. A su lado vivía un hombre muy sabio también, pero que siempre guardaba silencio.
Era el guardián del templo, encargado de llevar las llaves de cada puerta y de velar por la seguridad de los viejos pergaminos que detrás de ellas se guardaban. Documentos con secretos que cualquier persona en el mundo codiciaría y por eso, debían ser celosamente protegidos. Él y el maestro convivían en gran armonía.
Pero llegó el día en que el guardián murió de vejez y su compañero decidió que era momento de elegir entre sus alumnos más aventajados, a aquel que podría ocupar su lugar.
Desde luego, los muchachos aguardaban su elección con mucha emoción e impaciencia. Varios ya se veían portando las misteriosas llaves del guardián y accediendo a todos aquellos secretos que su profesor aun no les había revelado.
El anciano los reunió en una sala del templo y anunció lo siguiente:
—Como saben, necesitamos a un nuevo guardián para el templo y he pensado que entre ustedes puede estar el indicado. Para decidirlo, les voy a poner un problema, el primero en resolverlo será el elegido —dijo y a continuación, colocó en una mesa un jarrón muy bello de porcelana, con una única rosa roja en su interior.
Los jóvenes se miraron entre ellos, muy confundidos.
—Este es el problema —les dijo el maestro—, resuélvanlo.
Otra vez, los muchachos volvieron a intercambiar miradas confusas, sin saber que hacer. ¿Cómo iban aquellas cosas a ser un problema, con lo inofensivas y hermosas que eran?
Admiraron el jarrón, de la más fina e inmaculada porcelana que pudiera haberse visto. Los intrincados diseños de oro que se mostraban en su superficie. Y la rosa, tan brillante y bella, con los pétalos suavísimos y ese color rojo tan intenso.
¿Qué se suponía que debían hacer?
Uno de ellos se decidió y fue hasta la mesa. Tomó el jarrón con la rosa y los quitó de ahí para ponerlos en el suelo. Su maestro se acercó a él.
—Este va a ser nuestro nuevo guardián —dijo—, ya que yo fui muy claro con todos ustedes. Les dije que estaban ante un problema. Y sin importar cuando hermosos o fáciles estos puedan ser, solo hay una manera de lidiar con ellos: enfrentándolos. A veces no tendrán ganas de hacerlo, porque es más cómodo mirar hacia otra parte o aferrarse a las cosas que ya no tienen sentido: un ser amado que se ha ido, un romance fallido, un momento feliz… pero sepan que si no tienen el valor de superar esos instantes, nunca podrán seguir adelante y por consiguiente nunca podrán hallar la verdad.
Los discípulos se dieron cuenta de que tenía razón y en vez de sentirse decepcionados por fallar en la prueba, felicitaron a su compañero. Estaban seguros de que haría un gran trabajo y mientras tanto, ellos seguirían aprendiendo.
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