Cuentan que hace bastantes años, cientos de ellos, habitó en Japón un maestro muy sabio que predicaba la paz y la bondad entre sus semejantes. Este hombre, había sido en otra época un noble guerrero. Dominaba todas las artes marciales y técnicas de pelea que uno se pudiera imaginar. Sin embargo, siempre que alguien acudía a él emocionado por saber como pelear, él insistía en que no era eso lo más importante.
Pues todo guerrero que se respetaba evitaba la violencia si tenía otra alternativa.
Muy pronto, aquel maestro zen se hizo con un número considerable de discípulos. Todos entrenaban en la casa del honorable anciano, pero también meditaban y aprendían a encontrar la paz en el interior de cada uno de ellos.
Así, las cosas transcurrieron tranquilas hasta que un día, llegó a la región un samurái que tenía fama de ser el más aguerrido en los alrededores. Nunca había perdido una sola batalla y gozaba de una gran reputación entre las personas.
Pero al escuchar hablar de ese misterioso maestro del que todos hablaban, se sintió herido en su orgullo y acudió a su casa para retarlo a un duelo.
El viejo sin embargo, no aceptó. Le dio una mirada serena y se mantuvo erguido en su lugar, con una expresión imperturbable que por un momento, descolocó al samurái.
—¡Este no es más que un cobarde! —gritó a voz en cuello, para que todos se enteraran— ¡Si tan sabio fueras, sabrías que no tienes ninguna oportunidad contra mí! ¡Idiota! ¡Malnacido!
El guerrero comenzó a insultar al maestro con saña, haciendo que la gente alrededor empezara a murmurar. Pero él permaneció en su lugar sin moverse, ni dar muestras de ira.
Los discípulos se veían entre ellos con mucha vergüenza, preguntándose porque no hacía nada.
—¡Malditos sean todos tus antepasados! —gritó el samurái, cada vez más molesto al ver que sus insultos no tenían efecto. Luego tomó piedras del suelo y comenzó a arrojarlas en su dirección— ¡Cerdo cobarde! ¡Ven a enfrentarte conmigo si te crees tan bueno!
Al cabo de un rato, las personas comenzaron a mirar al samurái con lástima, pues estaba claro que solo hacía el ridículo. Ninguna de sus ofensas había logrado avergonzar al maestro.
Humillado y exhausto, el samurái se alejó comprendiendo que había gastado sus energías en vano.
Los discípulos corrieron hasta su maestro, preguntándole como había sido capaz de soportar tantos improperios sin recurrir a su espada.
—Si alguien te da un obsequio y tú no lo aceptas, ¿a quién le pertenece ese obsequio? —preguntó él, confundiéndolos.
—Pues a la persona que te lo quería dar, por supuesto —respondieron ellos.
—Bien —dijo el maestro—, pues con la ira, el desprecio, la envidia y los insultos ocurre lo mismo. Habrá mucha gente que quiera herirlos a través de ellos. Pero si ustedes no aceptan esos regalos negativos, seguirán siendo siempre de quien cargaba con ellos. Nadie tiene poder de ofenderles, a menos que se lo permitan.
Muy admirados, los discípulos se dieron cuenta de que él tenía razón.
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