Hace varios siglos, en una de las provincias más ricas de la antigua China, habitaba el duque Ping de Dsin, un hombre muy acaudalado que vivía en un gran palacio y a menudo daba fiestas impresionantes. El vino de arroz corría en abundancia y los mejores manjares eran degustados por sus invitados.
La música tampoco era la excepción. A ellos les encantaba bailar al ritmo de los excelentes valses de Shi Kuang, el músico más prodigioso de la región. Shi Kuang era todo un prodigio, pues había nacido ciego y aun así, había aprendido a tocar varios instrumentos y convertido en el mejor de su profesión. Todos lo admiraban y lo respetaban.
Al terminar una de aquellas fiestas, Ping de Dsin invitó a Shi Kuang a tomar el té con él y conversaron. De pronto, el duque comenzó a lamentarse por su avanzada edad.
—Tengo ya setenta años —le dijo a su invitado—, aunque quisiera leer algunos libros y estudiar, es muy tarde para mí. Estoy muy viejo.
—¿Por qué no enciende una vela? —le preguntó Shi Kuang.
Ping de Dsin creyó que estaba tomándole el pelo y se molestó mucho.
—¿Cómo se atreve un súbdito a bromear de esa forma con su señor? —inquirió, indignado.
—No era esa mi intención y me disculpo si le he ofendido —respondió Shi Kuang—. Pero una vez escuché que el hombre que se dedica al estudio en su juventud tiene un brillante porvenir, pues es igual que el sol de la mañana. Aquel que se hace al estudio en su edad media, es como el sol de mediodía. Mientras que el que empieza a estudiar en su vejez, es igual que la llama de una vela. No demasiado brillante, pero sí lo suficiente como para no caminar a tientas en medio de la oscuridad.
Ping de Dsin comprendió lo que quería decir y tuvo que darle la razón. En su casa tenía una gran biblioteca en desuso, con libros que ya no se aprovechaban porque todos sus hijos habían crecido y se habían casado, y se habían marchado lejos a formar sus familias.
Pero ciertamente él aún no era tan viejo como para desaprovechar todo ese conocimiento.
—Yo nací ciego y aun así, nunca me rendí al aprender —continuó Shi Kuang—, la gente pensaba que un muchacho como yo no llegaría nunca muy lejos, no a falta de la vista. Pero lo cierto es que solo me hizo falta creer en mi mismo y enfocarme en lo que deseaba: ser un gran músico. Si un hombre humilde y ciego como yo lo ha logrado, no hay razón para que usted siga estudiando a pesar de su edad.
—Shi Kuang, tienes toda la razón —dijo Ping de Dsin comprendiendo la verdad de sus palabras.
Y lo que nos ha enseñado este cuento corto es que el tiempo o la discapacidad no impiden que una persona pueda seguir aprendiendo. No importa la edad que tengas, alimenta tu mente con conocimientos útiles y envejecerás con dignidad.
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