Todos los días antes de salir a la escuela, el ratoncito tenía a su padre encima de él, haciéndole las mismas advertencias de siempre. Algo que él encontraba tedioso.
—Antes de salir, fíjate si el gato anda cerca, pues no quiero que te de caza por andar de distraído.
—No te demores tonteando por los rincones, alguna de las personas que vive en la casa te puede ver.
—Come aquí en la casa para que no te de hambre afuera, por qué quien sabe hasta cuando vayas a encontrar comida.
—Si te topas con un objeto extraño en el camino, no lo toques y pasa de largo. No sabes lo que son esas cosas.
Aquellas advertencias tenían muy cansado al ratón que por cierto, era indisciplinado como él solo y lo único que le importaba, era jugar y perder el tiempo. Así que rara vez escuchaba realmente a su papá y hasta el momento, había tenido suerte de no ser atrapado por andar tan distraído.
Aquella mañana, como de costumbre, su padre comenzó a darle montones de consejos antes de que se marchara a la escuela. Pero esta vez, el ingrato hijo no pudo soportarlo más y se lo echó en cara.
—¡Estoy cansado de tus consejos! Ya no soy un niño y no, no voy a escuchar nada de lo que digas. Siempre es el mismo cuento —le espetó groseramente—, me voy y déjame tranquilo.
Así que el ratoncito salió de la casa tan campante.
En el camino al colegio, se encontró con un extraño mecanismo, lleno de metal y resortes, pero con un trozo de jugoso queso en la punta que le hizo agua la boca. Eso que estaba mirando, era una trampa para ratones, pero claro que él no lo sabía por qué jamás en la vida había visto una.
—No creo que sea peligroso —se dijo a sí mismo—, además tengo mucha hambre. ¡Qué demonios! —y sin ningún cuidado, tomó en sus manitas el queso para zampárselo de un bocado.
Pero he aquí que cuando lo hizo, el mecanismo se activó y lo atrapó bajo una gruesa vara de metal, de la que el pobre animalito ya no pudo salir. Irónicamente, recordó que en alguna ocasión su papá también le había advertido sobre aquello.
—Aléjate de lo que no conoces, aunque prometa algo bueno para ti. A veces los humanos ponen señuelos en sus trampas para acabar con nosotros —le había dicho.
En ese instante, el ratoncillo se lamentó.
—¡Qué tonto he sido al no escuchar sus consejos! Si tan solo no hubiera sido tan arrogante, ahora mismo no estaría en peligro.
Por suerte, su papá lo había seguido desde casa y en menos de un minuto, logró retener el mecanismo lo suficiente como para sacarlo de ahí. Los dos volvieron a la ratonera, aliviados y desde ese entonces, el pequeño ratón prometió que nunca volvería a echar en saco roto las advertencias del mayor.
Ahora era un animal juicioso, que respetaba y quería a su padre.
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