La invitación, escrita con trazos infantiles en medio de papel de colores, era clara y alegre:
«Ven esta tarde al bosque que está detrás de mi casa. Lleva un poco de pan y queso. Yo me encargaré de llevar dulces y te mostraré mi secreto».
Al principio, Nayeli había parpadeado sorprendida y luego se había vuelto hacia Marta, su compañera del salón que le había pasado aquella nota misteriosa. Ella solo sonrió y se volvió a atender las lecciones que el maestro daba en la pizarra.
Marta no solo iba con ella a la escuela, sino que era su vecina. Vivían ambas en un vecindario muy bonito de la ciudad de Santiago, colindante con un bosquecillo que resguardaba lo que parecía una hilera de casas de campo, no muy lejanas a las calles más concurridas de la ciudad. A ella le encantaba despertar y escuchar el sonido de los pájaros, ver la naturaleza que la rodeaba.
Pero ahora enfocaba toda su atención en esa inquietante nota… ¿de qué secreto podía estar hablando Marta?
Fuera como fuera, esa misma tarde Nayeli preparó un hatillo con un poco de pan dulce y trocitos de queso, y después de comer, salió de casa con rumbo al sendero que se erigía después del patio trasero, prometiéndole a su madre volver pronto para hacer los deberes.
Encontró a la otra niña sentada bajo un árbol, sosteniendo una pequeña bolsa de papel.
—Creí que no ibas a venir. ¿Has traído lo que te dije?
Nayeli le enseñó el pañuelo donde había envuelto la comida.
—Entonces, sígueme.
Ambas se encaminaron pues, siguiendo el camino de tierra que iba a dar a un paraje solitario, lleno de árboles y con vista al campo. Un solitario columpio hecho con un neumático permanecía inmóvil, colgado de la gruesa rama de un roble.
—Es aquí —dijo Marta—, mi papá lo construyó justo detrás de ese árbol.
—¿El columpio?
—No, tonta. La casa para las hadas. Todas viven dentro de ella y les encantan los dulces.
Nayeli se asomó al espacio que había detrás del árbol mencionado. Justo entre dos enormes raíces y pegada al tronco, había una preciosa casita de madera, con acabados en miniatura. Las diminutas puertas y ventanas contrastaban con los brillantes colores de la fachada y las flores que se habían colocado en el tejado.
—¿Alguna vez las has visto?
—No, por supuesto que no. Son muy tímidas. Pero siempre que les dejo comida, toda desaparece cuando vuelvo al día siguiente. Por eso sé que están aquí y sé que se alegran de verme. Somos amigas.
Marta abrió la bolsa de papel y dejó algunos dulces en el pórtico de la casita.
—Ahora tú también puedes hacerte amiga de ellas. Déjales algo.
Nayeli arrancó unos pedacitos de pan y los puso junto a la ofrenda de la otra niña. Lo mismo hizo con el queso. Luego, ambas compartieron el resto de las viandas y se quedaron observando la casa de las hadas, con una sonrisa.
Sería su secreto de ahí en adelante.
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