Llegaron hará cosa de dos, tres días. Al principio no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. Nadie, ni siquiera los científicos con sus sofisticada tecnología, pudo anticipar el estallido de la invasión que hoy azota nuestro planeta, mientras el terror se extiende como un velo negro sobre nuestros rostros.
Primero el cielo se lleno de luces. Luego, todas las comunicaciones cayeron, sumiendo a las masas en pánico. Televisión, Internet, teléfonos… nada funcionaba. La luz también se cortó.
Pero no fue sino hasta que las máquinas comenzaron a cazar, que el miedo colectivo se desencadenó como una hilera de fichas de dominó sucumbiendo a la gravedad. Andaban por las calles y entraban en las casas cn total impunidad, atravesando a la gente con esos extraños artefactos o encerrándola en celdas transparentes, donde se asemejaban a animales en cautiverio.
Algunos logramos escondernos. Yo llevo todo este tiempo en el sótano, aunque no sé por cuanto tiempo más.
No sabría decir tampoco cuantos quedan allá afuera. Bien podría ser el último de mi especie y no haberme percatado de ello. Pero no lo creo. Ellos no dejarán a nadie con vida.
Mi problema no es si lograré subsistir aquí abajo, pues a pesar del agua estancada y la penumbra, puedo distinguir los paquetes de comida enlatada que previsoriamente mi esposa solía guardar para no quedarnos nunca con la despensa vacía.
Tengo mi navaja y una linterna que creo que funcionará por un buen rato.
Sin embargo no puedo salir de aquí. He oído entrar a uno de ellos. Primero buscó por todo el primer piso y después subió al nivel superior, andando con esa horrible persimonia que caracteriza a su especie.
Desde luego, no he logrado ver a ninguno por qué bajé a ocultarme casi de inmediato.
No obstante, sé muy bien que esos pasos no son los de un ser humano.
Tengo miedo. El saqueo que estamos sufriendo como especie, no es comparable siquiera al que sufrieron nuestros antepasados en el Nuevo Continente, cuando tuvieron que enfrentarse con el yugo de las potencias europeas.
Ellos, los seres del espacio, carecen totalmente de cualquier sentido de la moralidad o decencia. No nos ven como a otra cosa que meros animales, quizá incluso mucho menos.
Y ahora, esta cosa que se ha metido en mi casa, eso, se dirige con mucha cautela hasta la puerta que da al sótano. Puedo sentirlo.
La puerta emite un rechinido al abrirse y yo me quedo muy quieto en mi rincón. Puedo ver su silueta bajando por las escaleras, pesada y repugnante.
Sacó mi navaja y la abro.
Es un cuerpo de dos metros de largo y piernas ligeramente arqueadas, que le facilitan introducirse en una habitación que no está hecha a su altura. Tiene una piel verdosa y cubierta por protuberancias, una mandíbula grotesca y el cráneo alargado.
Es, en cierta manera, muy parecido al estereotipo que tenemos sobre los marcianos verdes.
Y ha venido a matarme.
Cuando voltea hacia el sitio en donde estoy, empuño mi cuchillo…
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