Todos sabíamos porque no era buena idea acercarse al viejo y derruido faro que se levantaba en medio de la playa. Habrán clausurado el lugar a mitad de los 50’s, luego de un incendio que casi había acabado con todas las estructuras internas, dejándolo en pésimo estado. En un pueblo como el nuestro además, no se puede decir que siga siendo necesidad mantenerlo.
Verás, somos una población muy pequeña de pescadores. Los únicos barcos que vienen y van son los de los propios habitantes; muy temprano muy la mañana para recolectar mariscos y antes de que se ponga el sol.
Ya ves que no hacen falta luces en absoluto.
Sin embargo, solo Dios sabe porque han mantenido el sitio en pie; probablemente porque nadie quiera tomarse la molestia de gastar en derrumbarlo.
El faro se levanta entre las piedras de la costa, como una estructura siniestra en medio de lo pacífica que es la playa. Tiene paredes circulares y medio quemadas, y una capa de pintura blanca que hace mucho tiempo dejó de ser de tal color.
Por supuesto, hace tiempo que esta vacío y sería imposible encender una mierda en el interior.
Por eso nadie se explica como a veces, un haz de luz que se mueve en círculos recorre las modestas casitas de la zona, perdiéndose a momentos en el mar y luego volviendo a iluminar brevemente los rostros de los habitantes. Al principio no faltó quien sospechara que podía ser la broma de algún chistosito.
¿Pero quién? ¿Cómo y con qué propósito, alguien subiría hasta allí en noches intermitentes, y se tomaría la molestia de emitir luces desde las 3 de la mañana? Más importante, ¿cómo?
Las pesquisas nocturnas de vecinos fueron todas en vano; cabe decir que tan pronto como entraban en el faro, no había ninguna luz que perseguir.
Entonces el viejo Cáceres habló. Cáceres es un marino que tendrá unos ochenta años o más, huraño y más lleno de arrugas que cualquier persona a la que haya visto.
—Esas luces no van a detenerse hasta el día del juicio —dijo una vez, en medio de la única taberna del pueblo; mi padre me lo contó—, quizá no hay barcos que las necesiten hoy, pero sí los hay que navegan con ellas en otro plano diferente al nuestro.
Hace más de cincuenta años, uno de ellos se hundió en la marea, cuando estaba muy embravecida. El capitán era hijo del encargado del faro, que se suicidó pocos días después, arrojándose desde un acantilado hacia las rocas. Su cuerpo quedó hecho pedazos. Pero su espíritu no. Por eso es que no vale de nada intentar averiguar lo que pasa. Las luces probablemente sigan, aunque destruyan ese maldito lugar.
Por supuesto nadie le creyó. Cáceres no es más que un viejo chalado patra la mayoría de los pobladores, que apenas si merece ser tenido en consideración.
Después de todo, ¿qué puede saber un pescador ermitaño?
Sea como sea, las luces no se han detenido hasta ahora. Tal vez nunca lo hagan.
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