Había una vez en el bosque, una cierva un poco imprudente, a la cual le gustaba adentrarse en las partes más inseguras, a diferencia de sus compañeras que preferían quedarse en la pradera. Pero ella siempre había sido muy valiente, de modo que no temía ponerse en peligro.
—No te vayas demasiado lejos —le decían sus amigas—, quédate con nosotras. Aquí tenemos suficiente pasto para sobrevivir y no corremos el riesgo de encontrarnos con criaturas malas.
Pero ella, orgullosa como era, prefería reírse de sus advertencias e irse a correr por donde le diera la gana. A esas alturas era un milagro que ningún animal salvaje la hubiese devorado; ya que ellos también se encontraban al acecho.
—Si las otras temen tanto ir tan lejos de la pradera, es porque nunca han tenido mi valor —se decía jactanciosamente—, yo les demostraré que también se puede pastar en los límites del bosque. ¡Y cuando regresé con la barriga llena, veremos quién de todas tiene la razón!
Y dicho esto se marchó muy ufana, hasta la región donde se terminaba la pradera. Lo que la cierva no sabía es que justo allí era donde los cazadores iban a buscar a sus presas.
Cuando vio que los hombres sacaban sus armas para dispararle, fue demasiado tarde. Se dio prisa en volver pero una de las balas consiguió herirla, dejándola tuerta.
Llorando, la pobre cierva se lamentaba de su suerte, pues aunque había conseguido escapar nunca más iba a poder ver igual que antes.
—Debí hacerle caso a mis compañeras, cuando me decían lo peligroso que era alejarse de la pradera —sollozó—, no quiero volver y que me vean de esta forma. Si alguna de ellas se entera de lo que sucedió, serán muy crueles conmigo.
La cierva decidió entonces ir en dirección opuesta, hacia una playa donde nadie la molestaría. Una vez allí, se recostó en la arena con su ojo sano mirando hacia el bosque y el ojo ciego hacia el mar.
—Cualquier cazador puede venir de entre los árboles, así que seguro lo veré —se dijo ella—, en cambio, desde el océano no hay nada que pueda atacarme. No necesito vigilar de ese lado.
La pobrecita se encontraba muy equivocada.
Pasaron muchos días sin que nada ni nadie le hiciera daño, pero una mañana, otros cazadores decidieron dar un paseo por el mar. Cargaron sus armas y se subieron a un bote para navegar. Mientras estaban en medio de las aguas, consiguieron ver a la cierva a lo lejos, pero ella no los vio por estar mirando con su ojo ciego.
De inmediato le dispararon con dardos hasta abatirla. Y esta vez, la cierva no se logró escapar.
—¡Pobre de mí, qué desdichada soy! —exclamó la cierva en medio de su agonía— Y yo que creía que solo la tierra estaba llena de peligros. Muy tarde me doy cuenta de que estos pueden provenir de donde sea. Y el mar, que pensaba como un refugio para mí, ha resultado ser más letal.
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