Hubo una vez un granjero que, como todos los de su clase, realmente no tenía mucho aunque nada le faltaba. Tenía una casa pequeña pero confortable, comida cada día de la semana y un trabajo vendiendo los vegetales y huevos que cultivaba en su granja.
También estaba casado y su esposa era muy cariñosa con él. Entre los dos cuidaban con mucho esmero a los animales que vivían con ellos, los perros, los gatos, los cerdos, las vacas, las cabras y las gallinas.
Pero sucedió que un día, al entrar en el gallinero para recoger los huevos que estas habían puesto notó algo extraordinario.
Una de ellas, la más gorda y querida, había puesto un enorme huevo de oro sólido, que emitió un resplandor ante sus ojos incrédulos. Asombrado, el granjero lo tomó en su mano y lo miró de cerca.
Le bastó sentir su peso y ver lo brillante que era para darse cuenta de que sí, en efecto, era de oro puro.
—¡Dios mío! Qué grande dicha —dijo, antes de llamar a su esposa para que también contemplara aquello.
Aunque no les faltaba nada, sabían que ese único huevo les proporcionaría todo lo suficiente para vivir sin trabajar varios meses. O quizá les sirviera para hacerle unas mejoras a la casa o comprar más animales. Nunca habían tanta riqueza en su vida.
—Hay que guardar este huevo para ir a intercambiarlo en el pueblo —sugirió la mujer y así lo hicieron.
Al día siguiente, volvió a entrar el granjero en el gallinero y el mirar en el nido de la misma gallina, sus ojos se abrieron de impresión y felicidad.
—¡Otro huevo de oro! ¡Pero qué maravilloso! —exclamó, notando que de nuevo habían tenido suerte.
Y así, todos los días la gallinita pusó huevos de oro sólido, hasta que el granjero y su esposa acumularon una buena fortuna. Bien podían retirarse apaciblemente en su granja o venderlo todo para marcharse a viajar por el mundo.
Pero en lugar de agradecer por las circunstancias, el granjero se volvió muy avaricioso y quiso más.
Ya no se alegraba al ver los huevos de oro en el nido de la gallinita. Si no que se molestaba de que ella no empollara más rápido, ni pusiera más huevos.
«Si es capaz de poner un huevo dorado cada día de la semana, por fuerza tiene que guardar un montón de riquezas en su estómago», pensó ambiciosamente. De modo que tomó un cuchillo y resolvió abrir al animal, aunque su mujer trató de impedírselo.
Finalmente, él no la escuchó y mató a la pobre gallinita, abriéndola para mirar dentro y esperando encontrar algo aun más hermoso que los huevos de oro. Sin embargo se equivocaba, pues en el interior, ella era exactamente igual que los otros animales de su especie. Y el granjero nunca más volvería a recuperarla.
Jamás volvió a encontrar una gallina que pusiera huevos de oro y muy tarde aprendió, que la avaricia desmedida siempre echa a perder las mejores cosas.
¡Sé el primero en comentar!