Nunca podré olvidar lo que ocurrió esa tarde del año 1972. Yo era médico de planta en un prestigioso hospital de Estados Unidos y estaba acostumbrado a ver todo tipo de casos: quemaduras, golpes, heridas de arma blanca o de fuego, desmembramientos… pasan más cosas de las que cualquier persona de ciudad podría imaginarse.
Pero como doctor, mi trabajo es tener la sangre fría para lidiar con cualquier percance. Sin embargo, lo que vi aquel día me puso todos los pelos de punta y me sigue causando estremecimientos.
El personal de la clínica se hallaba conmocionado por la aparición de una extraña mujer. Estaba vestida solamente con una bata blanca manchada de sangre, sin embargo, eso no era ni de lejos lo que hacía de su aspecto algo perturbador.
El rostro de la desconocida estaba totalmente inexpresivo. Literalmente. Tenía la piel tan tensa, que parecía incapaz de mover un solo músculo, como si se hubiera puesto una careta encima. Se había depilado completamente las cejas y sus rígidas facciones se encontraban cubiertas por una espesa capa de maquillaje.
Como un maniquí.
Fue tomada por un par de enfermeros que la llevaron a una habitación contigua. Como no respondiera nada de lo que le preguntaban, optaron por darle un sedante.
Su mirada, fija y penetrante los ponía nerviosos. Y a mí también.
En el momento en el que uno de los enfermeros trató de inyectarla, repentinamente se movió y comenzó a oponer resistencia. Había ahora tres personas tratando de sujetarla, pero ella se resistía con una fuerza descomunal.
En ese instante puso sus ojos en mí y me quede paralizado. Lentamente me sonrío… y el horror se apoderó de mí.
Me estaba mostrando todos los dientes, pero estos no eran como los de cualquier ser humano. Eran tan largos y afilados como los de una bestia carnicera. Tan grandes, que costaba creer que pudiera cerrar su boca sin herirse.
Los enfermeros gritaron y se apartaron de ella.
—¿Qué demonios es usted? —me escuché preguntarle, lleno de miedo.
Alguien salió de la habitación para alertar a seguridad. Fue entonces cuando la mujer se abalanzó sobre mí e hincó los dientes cerca de mi yugular, provocándome un agudo dolor.
La escuché susurrar algo en mi oído.
—Yo… soy Dios.
Uno de los guardias apareció en ese instante, apuntando con su arma a la depredadora. Ella se volvió hacia el recién llegado y lo mordió igual que había hecho conmigo.
Como pude me arrastré hasta el pasillo, donde finalmente perdí la consciencia…
No he vuelto a trabajar en ese hospital desde entonces. Nunca supe que ocurrió con la mujer inexpresiva o que era, pero palidecí al saber que los guardias de seguridad del hospital habían muerto. Al parecer aquella cosa se había dado un gran festín.
Hoy todavía le recuerdo, miro por encima de mi hombro y ruego porque nunca más vuelva a cruzarse en mi camino, mientras el terror vuelve a mí.
Hay cosas en el mundo que son todo un enigma y así deberían permanecer.
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