En el centro de la República Mexicana, los cuentos de terror son tan habituales como en cualquier otra zona del país y han logrado espantar a miles de personas. Hoy vamos a descubrir cinco relatos que probablemente no hayas escuchado antes, y que van mucho más allá de los misterios con los que nos topamos en la vida cotidiana.
Las siguientes leyendas de Puebla de terror, son famosas en el estado desde hace generaciones gracias a sus espeluznantes personajes y a los crímenes que narran. Atrévete a conocerlas.
El Puente de México
Durante los tiempos del virreinato, la comunicación entre Puebla y la capital era esencial para el comercio. Sin embargo, al no haber ningún camino entre ambas, los asaltos y accidentes eran cosa frecuente. Fue así como en el año 1707, el ingeniero Santiago Guzmán llegó a la ciudad poblana por órdenes del virrey, para construir un puente que conectara ambos lugares.
Le acompañaba su esposa, una mujer muy bella y vanidosa, cuyo mayor defecto era buscar diversiones vanas. Mientras él supervisaba la construcción, ella se dedicó a engañarlo con un mozo pobre pero atractivo, que se dedicaba a engatusar señoritas.
En un principio la obra parecía destinada al fracaso. A cada instante había derrumbes y ya varios trabajadores habían perdido la vida. El ingeniero estaba desesperado. Una noche tuvo un sueño, en el que una presencia oscura le revelaba la causa de su frustración: su mujer estaba cometiendo adulterio y era preciso que limpiara su honra para que el proyecto tuviera éxito. Ese mismo ser no tuvo reparo en revelarle el nombre de su rival.
La siguiente noche, Santiago salió de casa con la intención de matar al sinvergüenza. Lo apuñaló en un callejón oscuro y después trasladó su cadáver hasta la obra, emparedándolo en uno de los pilares que sostenían el puente. A partir de ese momento la suerte cambió para él. El camino se concluyó con éxito y nunca volvió a haber derrumbes, ni accidentes.
Tiempo después, con gran arrogancia y satisfacción, Santiago le confesó el crimen a su aterrorizada esposa, quien llevaba semanas preguntándose porque su amante no iba a verla. Nunca pudo denunciarlo por temor a destapar su infidelidad y también a terminar de la misma manera.
La aparecida del Hospital de San Pedro
Durante el siglo XVII, cuando México era conocido como la Nueva España, hubo un brote de cólera que asoló a buena parte de la población. La región de Puebla fue una de las más afectadas. Las personas morían a decenas y la enfermedad se reproducía como la peste. Los hospitales no se daban abasto. Uno de los más célebres ocupaba las instalaciones de lo que actualmente es San Pedro Museo de Arte.
El Hospital de San Pedro era llevado entre médicos y frailes, que hacían todo lo posible por atender a sus numerosos enfermos. Una noche, Fray Luis, que era uno de los encargados del lugar, recibió la visita de una misteriosa mujer.
La pobre iba cubierta con una capa negra y tenía las manos muy pálidas. Lo despertó a medianoche, asustándolo con su delgadez espectral.
—Le ruego que acuda a mi casa, por favor. Mi hijo está muy enfermo —le pidió con voz temblorosa—, tiene fiebre desde ayer y no se puede ni mover de la cama.
Rápidamente, Fray Luis pidió a un doctor que lo acompañara y fueron hasta casa de la desconocida, donde encontraron el pequeño a punto de morir entre horribles calores. De inmediato lo trasladaron al hospital, no sin antes decirle a su madre que podría ir a recogerlo en una semana. Aunque no creían que pudiera salvarse, el chico milagrosamente se curó gracias a los cuidados que le brindaron.
Pero pasaban los días y la madre no regresaba por él.
Intrigado, Fray Luis volvió a su casa para darle las buenas noticias sobre el estado de salud del niño y preguntarle porque no había ido a buscarlo. Nada más llegar, sintió un olor nauseabundo que provocó que se cubriera la nariz. Llamó a la puerta, pero nadie contestó. Extrañado, forzó la cerradura y lo que encontró lo llenó de horror.
El cuerpo sin vida de la mujer yacía derrumbado en el piso, en pleno estado de descomposición. Llevaba así más de una semana.
Fray Luis dio aviso a las autoridades y después oficio una misa por el alma de la difunta, que aun después de la muerte, había regresado para velar por su hijo. Desde entonces, dicen que su fantasma se aparece en ocasiones por las inmediaciones del hospital.
Por otra parte, Fray Luis fue recordado durante los años venideros como un hombre de gran corazón, especialmente por aquel niño al que salvó, el cual tras quedar bajo su protección, llegó a convertirse en un afamado médico.
El aparecido del Patio de los Azulejos
El Patio de los Azulejos es un convento restaurado que, hace años, fue se convirtió en una vecindad popular. Allí llego a vivir un humilde abogado, que se instaló en uno de los departamentos del segundo piso. Todas las noches que llegaba de trabajar, se encontraba con un hombre muy anciano sentado en las escaleras, sosteniendo un rosario en las manos y rezando.
Al abogado esto le parecía muy curioso.
Con el paso del tiempo y después de encontrarse a diario en aquel lugar, los dos terminaron haciéndose amigo. El viejo le contó que él era sacerdote y por eso nunca se iba a dormir sin antes haber orado.
Un día, llegaron de visita a la vecindad dos monjitas. Iban a ver a una amiga y como no sabían en que departamento vivía le preguntaron al abogado, que de casualidad estaba saliendo para su trabajo.
—Imagino que ustedes conocen al padre, él vive justamente al lado —les dijo—, debe estar durmiendo todavía.
Las monjitas, extrañadas, le comentaron que no sabían que allí viviera ningún sacerdote. Cuando el abogado les dijo cual era el nombre del susodicho y descubrió su apariencia, ambas se pusieron pálidas y se persinaron.
—Sí sabemos de que hombre nos habla —le dijeron—, cuando era sacerdote vivía en el convento y todas las noches rezaba su rosario. Pero eso fue hace ya muchos años y él falleció hace poco.
Incrédulo, el abogado tocó a la puerta de su amigo, solo para comprobar que el departamento había estado deshabitado por meses y que el religioso con el que había conversado tantas veces, era un fantasma. Su impresión fue tal, que al día siguiente se marchó de la vecindad sin dar explicaciones a nadie.
La cueva del tiempo
Al norte de Puebla, en un poblado llamado Teziutlán, durante el año de 1800, vivía un joven de nombre Silverio, desesperado por salir de su situación de pobreza. Un día escuchó hablar acerca de una gruta en la que supuestamente, habían abandonado un inmenso tesoro. Todos la conocían como la cueva del tiempo; estaba ubicada en medio de una serie de cavidades los pies del cerro de Ozuma, en la sierra poblana.
Nadie se atrevía a entrar allí, pues se creía que en dichos pasajes habían ocurrido cosas terribles, asesinatos, robos, violaciones… sin embargo Silverio solo podía pensar en el tesoro, en lo mucho que podría cambiar su vida si llegaba a encontrarlo.
Sin avisar a nadie preparó todo lo que necesitaba para una rápida expedición. Cuerda, machete, un morral con algo de comida. Se fue muy confiado hasta la cueva, a la que llegó apenas cayó la noche. Ya en el interior sintió algo de inquietud. Desde todas partes, el parecía percibir varios ojos amarillos y penetrantes, que acechaban cada uno de sus movimientos. Más cuando miraba descubría que no había nada.
Silverio ya había escuchado que en las grutas podían habitar seres de oscuridad, las cuales gustaban de matar a todo aquel que se atreviera a exhibir su miedo. Por eso ignoró las miradas y siguió adelante, andando por un trecho que parecía interminable.
Horas más tarde, cansado y sediento, finalmente llegó hasta un recoveco que estaba repleto de monedas de oro y plata, joyas y piedras preciosas. El muchacho creyó que iba a volverse loco de alegría. Ahora el único problema que tenía, era que no podía llevarse todo de vuelta, tendría que escoger muy bien las cosas que podría transportar consigo. Tanto lo pensó que se quedó dormido y cuando despertó, se sobresaltó al darse cuenta de que estaba cubierto de polvo y telarañas.
Se quitó todo aquello de encima y volvió a mirar el tesoro.
Silverio terminó colocando un buen puñado de oro en su morral, más algunas de las alhajas que más gemas tenían. Le costó mucho regresar al pueblo, sobre todo porque el paisaje parecía haber cambiado muchísimo. Había jacales que no estaban en el camino cuando había ido hacia la cueva.
Cuando llegó al pueblo no cabía en sí de asombro y preocupación. Nada era igual a como lo recordaba. La casa de sus padres estaba abandonada y lucía más deteriorada que nunca. Preguntó a los vecinos, que tampoco eran los mismos que él solía tener y todos le informaron que sus padres ya no vivían ahí, porque llevaban años muertos.
Loco de dolor, Silverio escapó de Teziutlán con aquel maldito tesoro. Su impaciencia y ambición lo habían llevado a meterse donde no debía. El tiempo había transcurrido dentro de la cueva sin darse cuenta, de manera diferente a como lo hacía en el exterior. El último de sus conocidos al que pudo encontrar, era ya un anciano que se sorprendió mucho al verlo.
Nunca se supo que fue de él.
El fantasma del Puente de Ovando
En el siglo XVIII, habitaba en puebla una hermosa muchacha de 16 años, llamada María del Rosario de Ovando. Era hija de un hombre muy rico e influyente, pero por desgracia, se había enamorado de un chico sumamente pobre, mestizo, lo cual no era del agrado de su padre. Fue por eso que le advirtió que nada más regresar de su viaje de negocios, la iba a casar con uno de sus amigos; un sujeto entrado en años y cuya enorme fortuna le convenía más a la familia.
María, muy afligida, se escapó de casa para encontrarse con su enamorado y comunicarle la terrible noticia. Le iba a proponer que se escaparan juntos.
No se dio cuenta de que su hermano, Agustín de Ovando, la había seguido hasta el punto de encuentro, un puente bajo el cual la pareja solía besarse. Al encontrar juntos a los amantes, el joven montó en cólera y los asesinó sin piedad.
El crimen conmocionó a la sociedad y las autoridades. Pero a pesar de todo, Agustín no fue enjuiciado. En parte por su privilegiada procedencia, en otra, porque el juez consideró que solo había defendido el honor de su familia, cosa que en aquellos tiempos era muy importante.
El padre de María cayó en una profunda depresión al regresar y enterarse de lo ocurrido, abandonándose a la bebida. Una noche en la que volvía a casa, ya muy pasado de copas y al pasar por el puente, vio frente a él a su hija, pálida y herida, suplicando ayuda. El impacto fue tan terrible que le provocó un ataque al corazón y murió allí mismo.
Hoy en día, el puente de Ovando es uno de los sitios más célebres de Puebla. Y hay quien asegura que tanto María como su gran amor, aparecen a altas horas de la noche para revivir su último encuentro.
¡Sé el primero en comentar!