En este cuento de terror, un adolescente le advierte a su hermano pequeño sobre los peligros de asomarse a ese sitio oscuro que yace debajo de su cama. ¿Qué habrá ahí?
Cuando era pequeño, recuerdo que compartía la habitación con mi hermano mayor. Era tres años más grandes que yo y como suelen hacer todos los hermanos, a veces me jugaba bromas o me contaba historias de miedo para asustarme. Conforme fui creciendo, esas cosas dejaron de funcionarle. Lo único que lamentaba era no tener un dormitorio únicamente para mí solo, pues ya se sabe que con la edad, uno ansía tener cada vez más independencia.
Como sea, cerca de cumplir quince años sabía que ese anhelado momento estaba a punto de llegar. Mi hermano era mayor de edad y se iba a trasladar a otra ciudad para cursar sus estudios universitarios, dejandome la alcoba libre.
Toda una alcoba para mí solo.
Aún así, no podía borrar de mi memoria aquella ocasión, hace un par de años, en la que Enrique me había mirado seriamente al ver que hacía ademán de tomar una linterna y asomarme bajo el colchón, para buscar una cosa que se me había caído.
—Pablo, no —me había advertido—, no mires debajo de la cama.
—Ya, seguro quieres asustarme con otros de tus jueguecitos tontos —le dijo yo, sonriendo burlonamente.
Tenía trece años pero ya no era ningún chiquillo estúpido. No obstante, algo en su mirada me obligó a contenerme. Enrique no estaba bromeando, sino que me veía con severidad y miedo. Pude sentirlo en sus ojos.
—No estoy bromeando —me aseguró—, por favor, no mires. Vuelve a la cama. Mañana buscarás lo que sea que se te haya caído.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—¿Tú has escuchado lo que dicen de las casas viejas, Pablo? ¿Sabes cuántos años tiene esta casa?
—¿Eso que tiene que ver? —pregunté, frunciendo el ceño.
Sí, sabía que nuestra casa era muy vieja. Había pertenecido a nuestros bisabuelos. Incluso se hablaba de que la bisabuela Rafaela había muerto en una de las habitaciones de nuestro hogar, aunque nunca me platicaron en cual. Creo que ni mi mamá lo sabía.
—No importa, Pablo, solo no te asomes. Confía en mí.
Demasiado cansado como para discutir, decidí darle la razón y me acosté. A la mañana siguiente todo estaba normal. Nunca volví a preguntarle a mi hermano a que se refería aquella noche. Hasta ahora. Tenía que saberlo antes de que se fuera.
Pero su respuesta no me dejó muy tranquilo.
—Solamente no mires bajo la cama, Pablo. Nunca mires bajo la cama —me advirtió, antes de cerrar su última maleta y bajar para despedirse de mis padres.
Aquella noche me mantuve despierto. La curiosidad era grande. Tome mi linterna y me asomé, con el corazón en un puño. Entonces la vi.
Esa vieja de ojos pálidos me devolvió una mirada ciega, su boca abierta grotescamente y su silueta presa de horribles convulsiones.
Ahora sé porque nunca me dijeron donde había muerto la bisabuela.
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