Laurie era una joven universitaria que vivía sola desde que decidiera trasladarse a una gran ciudad, para llevar a cabo sus estudios. Con sus ahorros y un empleo de medio tiempo, había conseguido alquilar un piso pequeño donde contaba con lo indispensable. Lo que la pobre muchacha no podía ni sospechar, es que allí estaba a punto de vivir la experiencia más aterradora de su vida.
Eran cerca de las dos de la mañana, cuando Laurie escuchó como alguien tocaba la puerta de su apartamento. Molesta, intentó ignorar a quien quiera que estuviera afuera, pensando que debían haberse equivocado.
«Algún vecino despistado, que se olvidó de las llaves y piensa que está en su piso», se dijo a sí misma, intentando volver a dormir.
Pero cuando los golpes se hicieron más fuertes, no tuvo más remedio que levantarse para echar a quien quiera que estuviera tocando. Más valía que no fuera una broma.
Sin embargo cuando abrió la puerta, no había nadie en el umbral y el pasillo estaba desierto.
—¿Quién está ahí? —preguntó, consternada.
No hubo respuesta.
Malhumorada, Laurie decidió volver a su habitación. Apenas entró en el dormitorio, las luces de un auto que transitaba por la avenida iluminaron brevemente la ventana, revelando un mensaje aterrador: «Nunca sonrías a medianoche».
Laurie contempló estupefacta aquella frase, escrita con lo que parecía ser sangre fresca sobre el vidrio y liberó un grito lleno de terror.
Rápidamente cogió su teléfono y huyo hacia la pequeña sala de estar, en donde se apresuró a marcar el número de la policía. Mientras lo hacía no dejaba de mirar hacia su cuarto, temerosa de que alguien saliera de la nada para atacarla.
El teléfono marcó un tono y luego, se percató de que cogían la llamada.
—¿Hola? ¿Hola? ¡Por favor, ayúdenme! ¡Creo que alguien entró en mi apartamento!
Silencio. Nadie contestaba, aunque escuchaba una inquietante respiración tras el auricular.
—¡¿Hola?!
—Nunca sonrías a medianoche —respondió una voz grave y desconocida, seguida por una risa perturbadora que le puso los pelos de punta.
Desesperada, Laurie salió de su piso a conseguir ayuda.
Media hora después, la policía entraba con ella para inspeccionar el lugar, en el que aparentemente no faltaba nadie. El mensaje escalofriante seguía intacto en la ventana, pero ni rastro de quien lo había escrito.
Laurie se sintió desfallecer cuando los oficiales la miraron escépticamente, casi insinuando que tal vez solo quería llamar la atención. Por suerte ella contaba con una pequeña cámara de seguridad, que probablemente había grabado los incidentes de aquella noche.
Al ver la grabación, tanto ella como los policías se quedaron estupefactos. Allí aparecía ella, durmiendo antes de que tocasen a la puerta. De pronto, un hombre alto y de sonrisa macabra salía arrastrándose desde debajo de su cama y se la quedaba observando fijamente, exponiendo dos hileras de dientes afilados. Permaneció allí dos, tres, cuatro horas sin moverse, solo observándola.
Por la mañana, Laurie decidió salir de aquel departamento para no volver jamás. Nunca atraparon a aquel hombre.
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