Cuando era un niño pequeño, estaba consciente de que era muy distinto a los demás. No se me daba bien el relacionarme con mis compañeros en jardín de niños y la cosa empeoró cuando entré a primaria. Todo se debía a aquellas monstruosas protuberancias con las que había nacido y que tanto me molestaban.
No podía soportar la sola visión de esas cosas. Tan largas, tan repulsivas y extrañas. A veces fantaseaba con el milagro de perderlas, solo para que las pesadillas cesaran.
Desde luego, mamá y papá intentaron confortarme por todos los medios, asegurándome que nada de malo había con su retoño.
—Tú eres un chico perfectamente normal —me decía mi madre, mirándome a los ojos, casi suplicante—. Como nosotros, como todo el mundo. Eres igual a los demás niños.
Pero no, yo sabía en el fondo que nunca sería como ellos. Ellos estaban felices todo el tiempo, indiferentes ante cualquier imperfección física que pudiera compararse con aquellas cosas.
Las odiaba.
Conforme fui creciendo y adentrándome en la adolescencia, la cosa no mejoró. Era un muchacho retraído, callado, que nunca se relacionaba con los otros. A menudo, ignoraba las burlas que esto ocasionaba en los chicos populares de la clase. Estúpidos ignorantes.
Ellos jamás se sentirían como yo.
Al graduarme de preparatoria opté por estudiar Medicina. Me obsesionaba saber como funcionaba el cuerpo humano, si habría alguna manera de deshacerme de aquellas cosas sin mayor riesgo.
Fui uno de los mejores de mi clase. Mi tendencia a la soledad y el enfoque pleno que puse en mis estudios, se convirtieron en clave para ascender rápidamente dentro de uno de los hospitales más prestigiosos de la ciudad. Pero día y noche pensaba sin descanso, en la mejor manera de eliminar esas protuberancias, hacer que mi cuerpo fuera normal.
Estaba seguro de que los demás hacían como si nada pasara para no hacerme sentir mal. Nunca percibí una mirada de asco por parte de los otros, pero ellos mentían, mentían…
Una tarde, me encerré en mi consultorio. Había robado morfina suficiente y tenía un bisturí desinfectado. Lentamente, comencé con el proceso de cortarlas, apretando un trapo entre los dientes y convirtiendo el despacho entero en una escena de pesadilla.
Ni toda mi experiencia y cuidados, fueron suficiente para evitar que la sangre manara a borbotones. Las prominencias eran mucho más profundas de lo que yo me temía. Tuve que cortar incluso el hueso.
No sé como hice para no desmayarme en aquel instante. Creo que después de todo, aquello era algo para lo que había estado preparándome toda mi vida. Volver a la normalidad, si es que alguna vez la había tenido…
Tras horas de sufrimiento, mire mi mano con una sonrisa temblorosa, inundado de alivio.
¡Qué hermoso era poder librarme de aquello! Ver mi mano sin esas cosas repulsivas que se extendían como tentáculos. Las protuberancias yacían en el suelo, en medio de un mar sanguinolento que le habría revuelto el estómago a cualquiera.
Todas se habían ido. Todas y cada una de las cinco.
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