Ante la búsqueda pasional de experiencias, en el intervalo de la vida entre los veinte años y treinta años, las personas con una sensibilidad innata lo que más buscan es aprender. Nutrirse sobre cuestiones terrenales y místicas, extrañas y cotidianas, abstractas y figurativas.
El conocimiento se considera lo más valioso, para esta gente. Un poco más alejado de lo que generan las inclinaciones al materialismo y consumismo en masa, como otra parte de nuestra sociedad concibe imprescindible.
Para acceder a una experiencia maravillosa de vida, lo mejor es viajar. No voy a entrar en detalles los beneficios de viajar, porque ya los que viajan lo saben, y los que no, es mejor que lo saboreen por su propia cuenta.
Como en Estados Unidos se viaja por la West Coast en la ruta que pasa por California, o como en Italia se viaja por la costa Amalfitana, en Argentina hay un viaje típico que es por el Noroeste Argentino. Más precisamente las provincias de Tucumán, Salta y Jujuy.
Allí encontraremos una mixtura de paisajes y culturas nativas sorprendente. Pueblos clavados en la historia, que sobreviven con una historia nativa/colonial expresada en su arte, su arquitectura y su comida.
Los viajeros en Argentina, saben que es un destino asegurado. Miles de jóvenes buscan abrigarse bajo el calor de la Puna (así es llamado uno de los paisajes), y salen al encuentro de esta hermosa experiencia. Lo que más te deja estar ahí, a fin de cuentas, es la gente que uno encuentra en el camino.
En Jujuy, precisamente en Purmamarca, donde hay un Cerro característico que contiene siete colores, la plaza es una feria constantemente, y los campings aledaños se convierten en peñas con guitarras que entonan chacareras y zambas, junto a fogones que duran toda la noche.
La noche del ocho de enero, un grupo de amigos había terminado de cenar un guiso comunitario que se había gestado en la cocina del camping, y había alcanzado para alrededor de quince personas.
Al terminar, se dispersaron todos. Pero hubo uno de ellos que prefirió la soledad por un rato. Y se fue a caminar por el cerro, oscuridad y naturaleza en su estado puro. Mientras intentaba no alejarse del lugar, ve una silueta a lo lejos. Había alguien sentado, y por su dirección en la caminata era inevitable esquivar.
Cuando se cruzan, se saludan y era otro chico, que con una botella de vino tinto en la mano, le ofrece un trago y se quedaron charlando algunas palabras, preguntas típicas como de donde venían, como seguía su aventura y esas cosas que uno charla cotidianamente con otras personas durante un viaje.
Cuando estaba por culminar la conversación y seguir caminando, el chico que estaba sentado le hizo una pregunta que hizo un poco de ruido. Le preguntó como se sentía (a diferencia de estar en su casa y con todas sus comodidades), en este momento en Purmamarca.
El le respondió que bien, la estaba pasando lindo. Y fue que por, quizá, el efecto del vino, el chico que estaba sentado soltó la lengua y le contó que estaba allí, en ese momento, porque necesitaba agradecerle al universo haberlo traído aquí.
Era tal la dicha que sentía, que sus ojos devolvían un brillo como si fuera un espejo. Comenzó a contarle que era gay, y que aquí nadie le había sugerido una mirada como las que recibe a diario, y que creía que no tenía que ver la gente que allí hay, sino el entorno. El momento.
Que estamos contaminados por cosas que nos exceden, y nos perjudican en nuestras relaciones. Que la verdad más pura supera al juicio personal de todos los individuos. Que nunca se había sentido tan lleno de amor como en ese momento.
Se quedaron terminando el vino y siguieron charlando, de la vida. Es lo que te devuelve el norte, amor sincero.
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