Aún puedo recordar aquel verano en el que te conocí. Eras una muchacha linda de cabellos rojizos y sonrisa vivaracha, que a veces se despitaba un poco pero en el fondo, siempre tenía palabras amables para cualquiera que se cruzara en su camino. Desde el primer momento en que te vi, despertaste una gran curiosidad dentro de mí.
Nunca me atreví a decírtelo.
La temporada transcurrió con bastante calma. A veces nos encontrábamos en el parque con nuestras amistades en común. Otras, te veía de vez en cuando en librería o en la plazita de nuestra pequeña ciudad. Sola.
Era en esos momentos en los que te podía observar a mi antojo, tan ajena como familiar, en los que me convencía de haber encontrado el amor.
Desearía poder habértelo dicho algún día.
—Vamos a la pendiente —me dijiste en una ocasión, de improviso—, hay algo que quiero mostrarte.
Acudimos pues, a ese sitio que muy pocas personas conocían, en el límite de los suburbios que nos rodeaban con el bosquecillo y los caminos rurales. Subimos a la escarpada justo cuando se ponía el sol. Tú me lo señalaste.
—Me gusta venir aquí a veces y contemplarlo —me dijiste—. Cuando lo hago, me siento como la persona más afortunada del mundo.
Nos quedamos en silencio por un momento y entonces, tú pronunciaste algo que aún hoy hace palpitar mi corazón.
—No quisiera compartir este instante con nadie más que contigo.
Debí haberte dicho todo lo que sentía en ese mismo momento. Pero luego me entregaste un libro y me deseaste feliz cumpleaños. Siempre supiste lo mucho que me gustaba leer.
Fui muy feliz con tu amistad durante esos días. Lo admito; nunca quise intentar algo más por miedo a que te alejaras de mí.
Más si hubiera adivinado que ese trágico domingo, aquel accidente automovilístico te apartaría de mi lado, al menos me hubiera apresurado a confesar todo lo que habías despertado en mi corazón. No pude hacerlo. El golpe fue fulminante y perdiste la vida.
Tu madre me dio la noticia como una autómata, cuando fui a buscarte a tu casa. Recuerdo que las piernas me temblaron y yo corrí.
Corrí hasta mi hogar deseando que no se tratara más que de un sueño.
Abrí el libro que me diste. Iba por la mitad aun pero en el mismo minuto, un papel que habías ocultado entre la última página y la cubierta trasera, cayó al suelo, exponiendo un mensaje que me sentó como una puñalada en el pecho.
«Gracias por iluminar mi mundo con tu presencia. Te amo».
¿Por qué nos es tan difícil hablar cuando estamos a tiempo?
Los recuerdos prevalecen, son dolorosos; un poco menos con el paso de los años, pero siempre amenazan con abrir esa vieja cicatriz. Y sigo preguntándome, cuantos momentos me perdí por no haber tenido el valor de decirte lo que sentía.
Hoy he vuelto a nuestro rincón para mirar el atardecer. No es lo mismo. Cuanto daría por volver a verlo contigo.
¡Sé el primero en comentar!